viernes, 28 de enero de 2011

Ayer me confundieron con un asesino


El matrimonio de viejos había visto todo. 
Había visto el automóvil que doblaba la esquina a toda velocidad, 
el resplandor de los fogonazos y el hombre que se levantaba en el aire,
 se sacudía, rebotaba en la pared y caía.

En un domingo oscuro, de Isidoro Blaisten



Mis abuelos Luis y Elvira son de las últimas personas que todavía se sientan a ver el mundo desde la vereda. En esta ciudad donde ya no quedan casas viejas ni departamentos sin rejas, los Blaisten esperan a las cinco y media de la tarde, sacan dos sillas del que había sido consultorio de mi abuelo, canasto, termo, yerba y mate y se sientan a esperar la visita de mi vieja o de algún tío.
Ven la misma rutina pasar como calesita de plaza todas las tardes. Los chicos de la pensión del lado que vuelven de la Facultad, los clientes del gordo del kiosko que van a comprar cerveza. Y Doña Eugenia, que vive justo enfrente de la casa de mis abuelos. Está sola desde que enviudó y se entretiene barriendo la vereda, en dos turnos: a las 5 y media de la mañana y a las 7 en punto de la tarde, todos los días. Según mi abuela es una mujer mala, loca y mentirosa, endurecida por los años y la soledad, que sale a barrer a esa hora de la tarde sólo para verlos a ellos y mirarlos con desdén. Me tiene celos por tu abuelo, decía siempre la Elvira.
Ayer fue tan domingo como terrible. Soy residente de cardiología, estuve de guardia más de treinta y seis horas seguidas en la clínica y el calor siempre nos trae muchos pacientes. También trae dolores de cabeza, corridas de una sala a otra, de una camilla a la siguiente, ambulancias, familiares deshidratados, explicaciones, discusiones, puteadas de los jefes y ayer, como si esto no hubiera sido del todo extenuante, un interrogatorio policial.
Últimamente los policías dejaron de ser como el Sargento García. Que los hay, los debe haber, pero estos dos que hicieron que me despertara por la insistencia del timbre, que me vistiera cuando no pensaba hacerlo hasta medio día después, no eran parecidos al gordito bueno de mi serie predilecta. Llegaron a la madrugada, creo que esa era la hora. Pensé que era un sueño y me dispuse a ser protagonista de mi propia ficción, me lo merecía después de tanto laburo.
Entraron con autoridad. Pusieron cara de muchachos del FBI y dijeron: sientesé. Que qué había hecho de siete de la tarde a diez de la noche. Trabajar hasta las ocho y media, salir, venir para acá. Dónde trabajó. En la clínica, soy médico. Usted tiene un Corsa de tres puertas, gris, vidrios polarizados. Sí. ¿Se lo han robado? No, está en la cochera de la vuelta. ¿Transitó por la calle  17 el día de ayer? Sí. ¿Entre qué calles?  De 56 a 50, creo. ¿Por qué? Por ahí viven mis abuelos, quería pasar nada más, ¿por qué preguntan? Sí, nos dijeron eso. ¿Vio algo extraño? No, la verdad no sé, estaba muy cansado; antes de pasar llamé a mi abuelo, pero no me dijo nada importante. ¿Era capaz usted de conducir en ese estado? Sí, acá estoy ¿no?
Anotaban cada respuesta. Cuando dije que había pasado por 17 se miraron y asintieron, como en las películas yanquis. Todo parecía una parodia de sueño y me estaba cansado de que no me hiciera gracia. Cómo iba a suponer yo que alguien había relacionado mi auto, mi incipiente pelada de treintañero y un asesinato. Pero así fue. Tenemos que llevarlo a la comisaría, dijeron. Salí y había dos móviles con las sirenas en silencio pero con las luces encendidas. No era tan tarde como pensé y había algunos vecinos rodeando el frente de mi casa.
No lo vamos a esposar, ¿sabe? Suba al móvil y listo. Aquello ya se estaba poniendo extraño y quise preguntar por qué me llevaban, pero el agotamiento era tan grande que me dejé guiar y no importaron los cuchicheos a los gritos que hacían los vecinos, ni el encandilamiento de los reflectores de las cámaras de televisión. Después vi que parecía totalmente drogado, pero esa era la naturaleza post-guardia de cualquier médico al que lo despiertan de repente.
Ya en la comisaría, me sentaron con el comisario. Me pareció extraño verlo tan tarde, será que tiene insomnio, pensé. Después me dijo: esto es culpa de los medios, a quién le importa la muerte de un diariero.
Yo seguía sin entender. Juro que trataba de despertarme pero el agotamiento había sido extremo. Como sueño ya estaba bien, suficiente.
Repitió las mismas preguntas que los otros dos canas. En un sueño no se repiten tantas cosas al pedo y empecé a enojarme.
El comisario puso los codos sobre la mesa, acercó su cara a la mía, se frotó las manos y dijo: tenemos un testigo que afirma que usted mató y se dio a la fuga. Me sorprendió la acusación y pensé otra vez que mi inconsciente se estaba divirtiendo a lo grande. Culpa. Por no haberle dedicado suficiente tiempo al paciente, por haber omitido información cuando sus familiares preguntaron. Podría haber probado con más resucitación cardiopulmonar, más carga en el electro, cualquier cosa. Pero es que había tantos críticos,algunos en peor estado, tan pocos enfermeros, era todo muy complicado.
Cuando llamé a mi abuelo fue lo primero que le conté. No soy creyente, así que mi abuelo, cardiólogo jubilado, era  mi confesor. Me contestó que esas cosas pasan, que había sido un accidente. Todo lo dijo gritando, porque estaba sordo y no manejaba bien el celular. Atendió en la vereda seguro, por la señal. Además deben haber estado tomando mate con la abuela.
El comisario escuchó mi razonamiento en voz alta con incredulidad. De algún lado lo tenía, de la tele seguro. ¿Vio el noticiero?  No, ¿por?
A las 19.20 aproximadamente, pasó por 17, entre 56 y 57, un Corsa gris de tres puertas, con vidrios polarizados, como el mío. Había doblado por 57, a toda velocidad, raspando a un 214 que acaba de arrancar de nuevo. Al parecer, un testigo reservado- o sea, todos sabemos, Doña Eugenia-, que barría la vereda como todas las tardes, vio cómo este auto fue directo al cordón y atropelló a un diariero que iba en bicicleta. También observó -no sé cómo porque tiene cataratas muy avanzadas-, que su vecino del frente, el Doctor Blaisten, hablaba a los gritos un rato después tratando de tranquilizar a su nieto, el mismo joven treintañero y peladito del corsa gris que acababa de cometer un asesinato y huir despiadadamente.
Para cuando la policía llegó al lugar acompañada por todos los canales de Buenos Aires, Doña Eugenia no sólo se había peinado y pintado los labios, sino que había cubierto al pobre hombre con los diarios que le habían quedado sin vender. Frente a todo el mundo, y con cara circunspecta, me denunció. Todo el país sospechaba de mí, menos yo, que había apagado el teléfono después de hablar con mi abuelo para que nadie me molestara. Supe, cuando lo encendí en la comisaría, que mi vieja, varios amigos, y mi abuelo habían tratado de llamarme. Mi viejo me había conseguido un abogado.  
Culpable. Mi inconsciente no mentía, ellos tampoco. Lo peor fue que no fue un sueño. Ayer me confundieron con un asesino, y tenían razón.

                                                         A.V 28/01/10

martes, 25 de enero de 2011

¿Esperaste mucho? Lo suficiente.

...Para ver, sentado en el único medio metro cuadrado del borde de la fuente que no está húmedo, a la lluvia que no cae, sino que moja como un rocío caliente y molesto. Dios no lloraba, ni bendecía con agüita; ayer transpiraba, con esa pesadez de caminata lenta en medio de una nube oxidada.
   Vi cómo un payaso casi sin pintar hacía chistes hasta que empezaba a mojarse su público, vi cómo la buena onda huyó de la plaza y él se quedó sin monedas.
   Vi a una nena deslizarse sobre el suelo al caerse de su bicicleta rosada. Y levantarse. Parece que sólo yo la vi.
   Vi a dos mujeres de chaleco azul tirar bolsas negras de basura en un carro; vi a una pareja de viejos tirándose el uno al otro, esperándose; vi a dos chicos un poco más chicos que yo besándose y riendo porque no se conocen demasiado; vi a otra pareja, ya adulta, que me miraban para no verse las caras.
   Vi el final de una reunión en un bar, los vi subirse a sus autos y volver a su rutina, y ninguno sonreía.
   Vi una familia, padres y dos hijos, que habían salido a tomar aire y se atragantaban con él, porque la humedad se hace gula y te dan ganas de volver de donde no deberías haber salido, pegarte un baño y encerrarte con el aire en 17.
   Vi como un hombre metía una bolsa enorme de ropa sucia en su camionetita, y se cansaba. Pensé en algún jorobado que toque las campanas de la Catedral a las 12. Vi a la misma parejita de antes, de la mano.
   La vereda y el asfalto estaban húmedos pero muy calientes, ese milagro que debe ocurrir solamente en La Rioja, donde cuando llueve, truena y centella, el aire sigue fétido, agobiante, y aunque sean las 12 y dos minutos de la noche, de la calle se desprende el vapor de Nueva York en invierno, como en las películas.
   Vi una mujer de negro, caminando desorientada en diagonal por la plaza. Vi una niña de vestido hasta las rodillas y zapatillas rojas. Vi que saludó y vi la sonrisa más linda del universo. No. Del mundo, porque uno no sabe si el universo de verdad existe. Esperaste mucho, preguntó. Lo suficiente.

                                                                                               A.V       25/01/11

sábado, 22 de enero de 2011

Hamaca


Desde  "Mariana"  de Carolina Rivas.

Se despide por quinta vez en la semana. Pero ésta no es como la del martes, el jueves o el sábado. Ni como la del resto de los días. Se despide como hace un mes, como hace un año, el verano pasado. Y tampoco llega a ser del todo como en aquel entonces, porque él sí se queda solo al final de la película, pero ella no.
Le dice que ya está. Que está cansado de verla y verla lejos, aunque esté ahí, su cabeza sobre la de él; sus piernas contra su oído. Sus manos agarrando las suyas con mucha menos fuerza que el miércoles, el viernes o el domingo. Respira entrecortado, como hacen en las novelas. Pero no lo hace de actor amateur que cree ser, sino porque los guionistas saben perfectamente bien que el dolor petrifica la saliva, y el esternón, huesito miserable y baldío, pasa a obtener protagonismo, siendo pared del musculito infernal que bombea sangre con pulso no acelerado, tampoco mortuorio, ni estable. Más bien, con pulso a desgarro, qué se yo.
Ella lo mira, como hace un año, cuando hacía calor. Y hoy hace calor también, pero está oscureciendo y un vientito corre, que ese día no corrió. Y hoy también, ella puede escucharlo, respetuosa y en silencio,  verlo vomitar su catarsis esta vez sin guion alguno, desahogarse aunque tenga el odio atragantado en la laringe; y raspe. Lo mira sí, pero baja la cabeza. Sostiene su teléfono, rogando que no le contesten un mensaje que haría que a él lo atravesaran ráfagas de ira. Y lo oculta, pero no lo guarda en su bolsillo. No quiere que él lo vea, tampoco que vibre en mitad de la catarata discursiva, ni que se cuele una canción melosa que le avise que el otro, también está, de alguna forma, metido en su monólogo.
Él repasa, como fallo judicial, los considerandos. Trata de darles un orden cronológico pero le cuesta tomar aire. Enumera las cosas que hizo por ella, desde la primera salida. Y antes también, cuando eran amigos en común de otros amigos y él le prestó ese poulover. Ella sonríe porque le da gracia la anécdota. Y él se ríe también, un poco para relajarse y otro poco para verla sonreír por más tiempo. Pero la ternura dura poco y él se acuerda de la foto en la que salen ella y el otro: él mirándola de reojo, con esa paja de recluido perpetuo, y ella acomodándose el escote en V de ese puto poulover blanco que terminó regalándole.  
Y se le atraganta el mundo otra vez. Y ahora tiene tu foto de guardapolvo blanco, del primer día de escuela, que me mostraste del álbum de tu vieja, la tiene en su facebook- escupe él entre dientes.
El estómago se le retuerce como si no hubiera comido desde hace días.  Y las imágenes lo golpean como peleándose entre sí para ver cuál provocará mayor efecto. Él quiere que sufra, que se arrepienta, y que no vuelva, que no le hable, pero que en una semana le mande un mensaje, uno de los eh, nos juntemos. Y él decirle que lo superó. Que está todo bien. Que su psicólogo le recomendó tomar distancia y que es mejor para los dos. Quiere que ella se quiera matar. Y se deprima. Pero sabe, y lo sabe bien,  esa es la imagen que define la guerra, que ella no hará nada de eso; es más, se quitará de encima el peso de un enfermo.
La ve. Desnuda cerrando las cortinas y el día aclarando. De noche, bajándose del auto. En una silla de caño, en el patio. En la plaza. En la peatonal, al frente de la biblioteca. En Córdoba. En la placita de San Telmo. En la línea B, en la 2, en la 214. En la terminal.  Cierra los ojos y siente que todo, estómago,esternón, corazón, laringe, garganta, labios, todo, se destruye.
 Y se quiebra en la herrumbrada hamaca roja del patio de su casa. Quita las manos de su cara. Toma bocanadas de aire caliente. Y no la ve porque no está. Porque acaba de terminar de fantasear con la despedida que sabe que nunca hará. Y ya es de noche.





                                                                                                 A.V              22/01/11

domingo, 16 de enero de 2011

Clasificados



  Busco departamento. Que no sea demasiado grande, ni cómodo, ni luminoso, y por lo tanto, que sea más bien barato.
Busco techo. Que me proteja de las lluvias de diciembre, y que me impida ver las estrellas. Que me tape la luna en todas sus fases.
Creo, después de pensar bastante, que la sorpresa sobrepasa el enojo de haber pasado a ser un desposeído después de un programa de radio.
Volvíamos de Bariloche. Ninguna FM funcionaba. Yo manejaba, y Virginia, mi ahora  ex novia cebaba mate con coca. Probé con las AM. Sólo una radio de Buenos Aires se escuchaba sin interferencias.
El programa que transmitía en ese momento era conducido por María Julia. Esta señora de voz dulce y por momentos seductora, no tuvo mejor idea que invitar a un astrólogo  que comentara el futuro de la humanidad (dividida en los doce signos zodiacales) para el año que estaba empezando.
Habían sido unas vacaciones inmejorables, las segundas como pareja. El clima veraniego, templado y seco, nos acompañó en las rutas y en las caminatas. Virginia sonreía apenas se despertaba, y reía en los almuerzos. Por las noches, a pesar del cansancio, jugábamos bajo las sábanas.
Quince días de perfecta convivencia. Hasta que Manuel Jorge, astrólogo y psicólogo sentenció: no será un buen año en el amor para el primer decanato de Escorpio. Virginia giró rápidamente su cabeza hacia mí. No sonreía. Pensé que me retaba por haber pasado a un camión con doble línea amarilla. ¿Escuchaste?, dijo. Más o menos, respondí.
-Y es importante saber, para este signo, desde ya –siguió diciendo Manuel Jorge-, cuáles son los signos con los que tienen compatibilidad y afinidad y con cuáles definitivamente no las tiene.
-Entonces-dijo entonces la conductora-les pedimos a ustedes, nuestros fieles oyentes, que nos llamen y nos cuenten cuáles son los puntos afines con sus parejas. Recuerden indicar la fecha, hora y lugar de nacimiento de cada uno. Indicó el número de contacto. Ahora, vamos a un corte.
¿A qué hora naciste?- me preguntó violentamente Virginia-.
Reí unos segundos. No es gracioso, dijo mientas me miraba fijamente. Y sentenció: Sabés que nací el 25 de octubre, no va a ser un buen año para mí.
Virginia es una de esas mujeres que sólo se acuerdan del horóscopo cuando compran el libro de Horangel o Ludovica. Y apenas lo hojean en la cama. Por eso me sorprendió su contundencia. Pensé que estaba jugando, pero siguió retándome por estupideces de la ruta. Sacó el teléfono de su cartera y llamó.
-Sí, hablo para conversar con el astrólogo-dijo después de dos minutos de silencio.
Virginia no estaba mintiendo. Bajá la radio, me gritó.
-Hola María Julia-sonreía mientras hablaba-. Sí, sí. 25 de octubre del 81 en Capital Federal. A las dos y treinta y tres de la mañana. Ah ¿sí? Escorpio de agua, mirá vos, no sabía. Él, él es de acuario. 14 de febrero del 79, en Río Cuarto, a las tres y cuarto de la tarde. ¿De aire?  ¿un huracán? ¡qué mal! Tres años. ¿Conviviendo? Dos ya. No, por suerte no nos casamos, pero pensábamos.  Sí, yo me daba cuenta, por algunas cosas. No sabe cocinar, y a mí me gusta mucho comer cosas bien hechas; a mí me gusta el deporte y la aventura, a él le gusta dormir en hoteles y andar en su auto. No sé, él maneja la plata de los dos. ¿Está mal, no? Ya me parecía. Es re desordenado, muy muy desordenado, y sí, obvio que me molesta muchísimo. Yo la banco a Cristina, él le dice yegua. Acá está, al lado mío, pero ya vamos a hablar bien, en privado.  ¿Hablar con él? A ver, ya le digo.
-Ni en pedo-.
Hizo esa risa falsa que se hace para aflojar la tensión y me miró con rabia.
Está manejando ahora. Bueno, un poulover no. Sí, me gustaría el cambio de look en Giordano, sí, porque se viene una transformación enorme en mi vida. Tanto tiempo perdido, Licenciado. Mil gracias, de verdad.
Escuchaste, ¿no? me dijo al cortar, y apagó la radio. Manejé seis horas seguidas, sin parar, en completo silencio. No habló hasta que llegamos a casa cuando,  señalando la valija con mi ropa, dijo: no la bajes, te la llevás.
Y desde entonces, abro el diario y busco departamento en la parte de los clasificados, al lado del horóscopo.


                                                                                                     A.V  16/01/10



viernes, 14 de enero de 2011

Tuco





Le ordenaste a Sara que lo corte en trozos no tan pequeños, a cuchillo, para la salsa.
Cuando estuvo listo, lo saboreaste con el deleite de la solución de un misterio
En mitad de un sorbo de vino,
 recordaste cuando ponías tu cabeza contra mi pecho. 
Y lo escuchabas
Y te preguntabas qué sabor tendría.




                       A.V    14/01/11

jueves, 13 de enero de 2011

Polenta

Si escribo un cuento como mina, ¿me estoy transescribiendo?
Yo, antes de empezar.
NO.
Mujeres del taller, después de leerlo.

   Me cepillo el pelo después de bañarme. Además, pongo a calentar el agua para el mate. Me voy a lo de mis viejos, le dije cuando armaba el bolso. 
   ¿Tanto te llevás? me respondió al ver que ponía las obras completas de García Márquez, los tres de Larsson y varios dvds. Él estaba apurado. Tengo partido, chau chau, en un rato vengo, gritó al cerrar la puerta.
   Mentí porque necesitaba tiempo. Ahora, frente al espejo, compruebo que no es tan difícil. No se me va a correr ni un milímetro el rímel, ni me van a temblar los labios. Sí, el otro día, era un mensaje de él. Eso le voy a decir. De frente. Con el bolso en una mano y el picaporte en la otra. Sin llevar llave.
   Ajam. Sí. Y voy a arquear la ceja. Así.Y le voy a decir: hace bastante ya, Martín, siete meses, desde esa vez que te fuiste a Córdoba a jugar. Y voy a dejar que se quede ahí, sentado, comiendo la última cena que le voy a preparar. Atragantándose.
  Seguro se va a sorprender un poco. Pero no es boludo el gordo. Ya se la veía venir. El otro día, el jueves pasado creo, me llegó un mensaje y me abalancé sobre la mesa para que no lo viera. Pero me vio a mí, el hijo de puta. Y me quería sacar el teléfono. Yo me hice la que estaba jugando, y dejé que me toqueteara para que no se diera cuenta. De ahí se fue a la cama. Pero se durmió al toque y no pasó a mayores. Al día siguiente mientras desayunaba me preguntó quién había sido. La mami, ¡tonto! Cosas de mujeres. Sonreí y fui a darle un beso. Él corrió la cara al roce. 
 Y ahora -debería pintarme los labios así me ve bien la boca cuando lo diga- me voy a vivir con él, Martín, a su casa en Recoleta. Voy a articular bien. Antes, me voy a pasar la lengua por los labios. No pienso despedirme, ni darle un beso. Nada.
 Ya está, el maquillaje, el peine. Shampoo compro allá. El cargador del celular, la cámara, la cámara es mía, creo. Unas sábanas. Todos los pulóveres. Mi oso: me lo regaló este boludo, pero me lo llevo igual. Mis perfumes. Los lentes de sol. La otra vez, sin que se diera cuenta ya me llevé el secador de pelo, otros libros, los apuntes, el bolsito térmico, y la minipimer. Total cocino yo. 
 Está frío. La polenta se hace rápido, abro una salsa también y listo. Chequeo que estuviera todo en el bolso. Está lleno, no le cabe ni un lápiz de labios. Las cartas, fotos, boludeces, las dejo. Las piedritas también.
 Me cebo unos mates. Miro la hora y cómo pasó de rápido el tiempo. Pongo el agua, rocío la polenta. Revuelvo. En frío porque sino me sale grumosa. Y se merece por lo menos una última polenta como la gente, el pobre. 
  No es malo Martín, pero es un boludo. Su vida es el rugby, y seguro me está cagando también. Mucho partido en otro lado, mucho viaje, mucho boliche. Él nunca cuenta nada, pero yo sé. A otras les pasó lo mismo.
 Saco el abrelatas y abro la salsa. Llegó. Más temprano, qué raro. No me lo esperaba YA. Mi pulso se acelera. Necesito tiempo. Abre la puerta y entra. Todo golpeado. Con sangre en la ceja. Voy rápido a curarlo, pobrecito, boludón. Lo miro. No me dice nada. Se sienta a la mesa. Bajo la luz ponete, le digo. Traigo el botiquín. 
  Dejá, dejá, ya me curo yo en el baño, me dice. Tiempo, pienso yo. Andá, seguí con la comida. Voy, pero él no se levanta. Corto y pongo el queso en la polenta. Qué rico, susurra. 
  -¿Cómo te fue?
  - Bien. Gané. Bah, creo.
  -Estuvo duro ¿no? ¿Cómo "creo"?
  -Menos de lo que pensé. La verdad...
  -No entiendo.
  -Un viejo, pelotuda. -y se ríe- ¿Un viejo? Encima pelado.
 Siento un golpe en el pecho pero Martín sigue sentado. Y otro en la panza. Y la boca me tiembla. Y dejo de revolver. La polenta empieza a explotar en la olla. 
  -¿Qué pasa?
  -No te hagas la boluda. Ya está. Lo maté, viejo de mierda. La verdad me sorprendiste ¿eh? Primero pensé en uno de los chicos y también lo iba a matar, pero pensé que iba a ser una pelea jodida. Pero puta de mierda, ¡¿te fuiste a meter con un viejo choto?!
  Se para. Y yo corro hasta la puerta. El bolso está ahí.
  -No te voy a pegar. Bastante lástima te tengo. Andá a curarlo al viejo que quedó hecho pelota.
  Apaga la hornalla. Y cucharea la salsa. 
 -Está rico.
  Tiene la rodilla golpeada. 
 -Andate ahora. Después se congestiona todo el centro. 
  Mira el bolso. Lo agarro, con mucha menos fuerza de la que esperaba tener.

  -¿Me ayudás a subirlo? Está pesado.-le digo sin mirarlo. Y me voy al auto.


                                                 A.V   12/01/11

domingo, 9 de enero de 2011

Escritor

Eran las nueve y todavía no había anochecido. Caminó hasta la plaza y se sentó en un banquito. Sacó su cuaderno, destapó su lapicera y escribió: Suelta la mano de su madre; corre; le duelen las costillas de su lado derecho, luego sus órganos se desgarran. Su sangre lo deja, tirado, en la calle.
Dios puso punto. Y un niño, al otro lado del mundo, murió atropellado, mientras amanecía.


                             A.V       09/01/11   21.02


Rincón de los poetas. San Martín de los Andes

lunes, 3 de enero de 2011

Me enferma

No me cae para nada bien esa gente que uno sabe, pero lo sabe con firmeza ¿eh?, que es mala. Cruel. Gente rencorosa, envidiosa, chimentera, que, sentados tras un lomito y una coca, abren la boca para devorar carne y personas, alternándolas con alguna que otra papa frita.
No me gustan los habladores. Los juzgadores. Los que disponen de las vidas ajenas, de sus bienes y de sus estados de ánimo. Los que se burlan de los que ellos llaman amigos. Los que a esos “amigos” abrazan cada vez que los ven, que les gritan desde la otra cuadra, haciéndose los emocionados por verlos otra vez.
Me da rabia que se hagan tener lástima. Que lloren sabiendo que lo hacen para dar pena. Que hagan de alguna ínfima parte miserable de sus vidas un libro, y que hagan del imbécil que escucha (convencido de que lo dicen de verdad) un pañuelo, en el que primero limpian sus lágrimas y después…bue…después otra cosa.
Me da pavor tener la certeza de que la demagogia que empezó en la niñez esa gente, ¿en quinto grado será? aquí se transformará con el tiempo en campaña política. Y después en votos, y después en algún sobresueldo, alguna cuña, algún engranaje en la rueda de la tradición.
Me pincha y escarba el único rincón de fe religiosa que tengo cuando veo que la cruz de madera que llevan de colgante se queda impávida ante la canilla abierta de agua sucia que sale de las bocas de esa gente. Y, cuando llego a casa, después de verlos, difamando, mintiendo a los gritos, ensuciando a los que les hicieron de taxi, les prestaron las carpetas en la escuela, los escucharon, se callaron por educación, no sé si me siento mejor conmigo mismo o más enfermo.
Una vez, me ofrecieron cenar con ellos. Repasé los síntomas que me invaden al pensar en sus actitudes. ¿Será somático? Pensé en rechazar la invitación. Aducir que tenía diarrea me pareció creíble; nadie se excusa tan abiertamente, pero me pareció la enfermedad más justa. Colérica. Poética como se lo merecen.
Pero después me pareció demasiado. Me bañé. Me perfumé. Llegué y sonreí. Escuché otra vez el tierno saludo. Alguna que otra lastimosa realidad y luego, ahí sí, infaltables, las críticas, las envidias encubiertas, el puto este, el puto tal, los desprecios, lo que dijo el Padre anoche, Gran Hermano, y la que dicen anda con varios. Quizás soy como ellos y esté haciendo exactamente lo mismo, ojalá sea sólo un observador, el que no habla. El mudo. El pelotudo que no habla, dirán cuando voy a lavarme las manos. Quizás sirva para un libro, pensaba yo. Ojalá sea sólo un ejercicio sociológico.


                                                                                         A.V

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