domingo, 27 de febrero de 2011

Carta a medio camino

No le tengo miedo a la hoja en blanco. De hecho, se cortó la luz y esta hoja en Word es lo único que me deja ver algo. Te confieso que en verdad le tengo más temor a la hoja escrita sin pensar, como ésta. Una hoja impresa en letras chicas y márgenes angostos para que quepa todo y no parezca tanto.

Me dan terror los párrafos cargados. La frase corta y el punto, para que se lea fácil, de un tirón. Y que no haya que repasar porque me da vergüenza que lo leas otra vez. Que subrayes todo mentalmente con rabia o enojo, o con la simple decepción de ver que con cada palabra se va derrumbando algo, que hace ruido y que se rompe. Que se quiebra desparramando todo en pedacitos como cuando se cae una botella de perfume, uno hediondo, que deja impregnado el olor en cada vértice por mucho tiempo.

Le tengo pánico a mis escritos melosos, empalagosos como un lemon pie con dulce de leche. Me paraliza la sensación que queda después de haber escrito lo más difícil. El corazón, que mientras voy tecleando, hace casi como si se detuviera; ritmo lento, pausado, casi agónico, hasta que aprieto el enter del punto aparte y vuelve a latir desaforado, desesperado. Y corro a la cocina a buscar líquido a la heladera. Me gustaría que hubiera cerveza, pero hay vino y ya no me gusta; hay tequila del otro día pero me dan arcadas de memoria así que saco una botella y tomo. Tomo llenándome la boca de agua. Aunque me cueste tragar sigo bebiendo, de a sorbos imposibles porque tengo miedo, porque estoy cagado hasta las patas, así, hasta las patas.

Vuelvo a la computadora y cuando voy llegando siento el olor repugnante del que te hablaba y estoy seguro de que va a durar días. Es un asco, como a quemado y a otra cosa. Pero yo no me voy a quedar acá soportándolo, no. No puedo. Esto no es lo que yo planeaba, te lo puedo jurar.

Y no sé si rezar, si tirarme al suelo y rezar, o seguir escribiéndote porque los dedos me tiemblan y no sé si rezar o salir al balcón y fumarme un porro; pero no sé, porque me lo tragaría de la desesperación. Podría ir a bañarme y dejar que corra el agua, y de paso pensar cómo decirte esto que me está deshaciendo el estómago. Me duele la panza, y la garganta se me desgarra y eso que no lloré porque nunca pude llorar. Tengo los ojos secos pero que ya se me salen, los párpados resquebrajándose. No sé cómo chota estoy así, qué pasó en el medio, entre nosotros. Decime vos qué nos pasó.

Justo ahora el teléfono suena y no veo un carajo. No sé quién mierda puede llamar a esta hora si es tan tarde. ¡Quién! si no tengo a nadie. Si sólo vos pasás a verme y me traés comida porque todos dicen que no estoy bien. Y estoy seguro que vos sabés que no estoy bien, pero te gusta, te gusta el morbo hija de puta. Y a veces veo que cuando te hablo te reís, que no te podés contener. Seguro te vas y empezás a hablar de mí, burlándote, en lo de tus amigas y todas juntas se cagan de risa.

Pero no creo, porque al toque te llamo, extrañándote y estás en tu casa, tranquila, por bañarte y dormir, porque tenés que estudiar. Pero el teléfono sigue sonando y tengo ganas de arrancarlo de una vez, pegarle una patada y que se caiga y que se haga pelota, que no suene más, que no hinche las bolas NUNCA más. Pero me da miedo porque seguro alguien sabe. Seguro alguien nos vio y estamos hasta las manos, bah, yo. Por eso llaman.

No sé. NO sé. Te digo que te amo. Te amo mucho sí, y te necesito, así que de verdad, de verdad espero que me perdones. Y que te salves porque yo nunca quise hacerte daño. Es que me enojé porque te querías ir, entendeme. Pero yo te quiero y no quiero que te vayas. Y ahora, vos, sólo vos podrías calmarme. Me dirías qué hacer ahora, porque sos una chica buena, una mina tranquila que se toma todo con paciencia, siempre tan racional, tan ubicada. Pero no podés. Y otra vez la taquicardia. Y me explota la garganta.

Voy y vuelvo, te miro. Escribo porque a vos te gustan mis poemas, me lo dijiste. Pero no puedo verte así. No sé qué hacer. No sé si escribirte PERDÓN mil veces. Copiar y pegar. O mejor escribirlo todo yo para que veas que de verdad quiero que me disculpes porque no quise pegarte. No pensé que iba a ser tan duro el jarrón de mierda, el de los fasos. Pero seguro me vas a entender, que no quise tirártelo porque nunca querría herirte. Y ahora sangrás y te voy curando con algodón, pero no tengo alcohol así que busco el tequila ese. Pero no puedo. Estás muy mal. Y te pido perdón. Es que no quería que te fueras. Y cuando te vi ahí con sangre en la cabeza y seguías gritando que te deje que te deje pero yo no te quiero dejar y estaba justo eso mojado ahí por las goteras del techo y afuera llovía y no te iba a dejar, que te fueras caminando, sola, sola bajo la lluvia. Y justo el enchufe.

Y no sé qué hacer, si sentarme al lado tuyo y esperar a que me pase lo mismo, morirme por una puta chispa, porque no te escucho nada el corazón y estás quemada. Y me quiero morir pero no sé si rezar porque tal vez haya sido el destino. Pero no puedo respirar porque se prendió fuego algo, la cortina creo, y no quiero volver, quiero guardar esto para que lo imprimas después, porque yo no quiero que te mueras. Quiero que lo leas y que lo entiendas, que me perdones, y que me extrañes. Quiero que me extrañes mucho. 


Gracias por subir. Subir hasta cuando se rompía el ascensor, o como ahora que no hay luz, y subías por las escaleras los ocho pisos, con una hamburguesa del Mc Donalds de la vuelta, y llegabas agitada porque querías que comiera caliente.

Ahora pongo Guardar, y rezo, esto se quema y el humo llega hasta acá. Y hay fuego. Mejor tirarme. Haceme un favor enorme, por favor. Extrañame. Perdoname, en serio, perdoname. Te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te a

    

             


                                                                                 
                 A.V           27/02/11



viernes, 25 de febrero de 2011

Gente que admiro, que enseña, que comparte, AMIGOS.



 



Gente, los quiero mucho.

Álvaro. Febrero 2011





martes, 22 de febrero de 2011

Cuento del concurso Febrero Chayero

*

A mis amigos

Hice que te mandaran el mail porque no contestabas el teléfono-me dijo mi hermano, por Skype, media hora después de que me llegara un enlace para ver el velorio de mi viejo por internet.
Era cierto. Estaba en la cama y hacía frío. Vi que llamaban desde Argentina, y no quise contestar. Puse el celular en silencio y sin vibrador, como cada vez que sonaba, desde hacía dos años, cuando me fui enojado con La Rioja entera. Dejé que llamaran. Al rato, esperando algún e-mail de Franca, me encontré con las condolencias de una casa funeraria y la formal invitación a observar “desde un punto estratégico” el féretro de mi padre, las sillas a su alrededor, y la gente que llegaba. Además, podía hablar con cualquiera que se pusiera los auriculares y se sentara frente a la notebook, ubicada al fondo de la sala.
Había sido una semana caótica. Tenía que entregar unos planos y modificar unas aberturas para un cliente. Tenía que lograr que mi novia volviera a casa. Tenía que acordarme de revivir sus flores resecas del balcón. Tenía que arreglar la madera del pasillo porque ya me había comprometido con los vecinos.
Franca me dejó un jueves a la tarde. Habrán sido las siete, siete y media. Yo estaba viendo la repetición de un partido de tenis. Ella gritaba y llenaba ceniceros. Entre reclamos y planteos vació tres y medio en el tacho de basura. El partido fue a cinco sets. Cuando cerró la puerta, por última vez, todavía quedaban colillas sin tirar. Actualicé la bandeja de entrada porque esperaba encontrar algún e-mail, en un italiano culposo y apasionado, como los que siempre escribía ella. Pero no.
En cambio, recibí un mensaje con el membrete frío, lánguido y azul de la casa velatoria. Las letras eran negras y pequeñas, el mensaje sintético, más parecido al de un catálogo que a una invitación. Y sin embargo lo era: acababan de invitarme al servicio de mi papá.
Al principio me pareció una propaganda, de las que llegan todos los días. Pero debajo del encabezado decía: “Esposa e hijos de Pelagio Jacinto Dávila invitan…”. Dos líneas más abajo, dentro de un recuadro gris, estaba la dirección web desde donde se podía ver casi en tiempo real -la página indicaba un retraso de veinte segundos- todo el velorio.
Tragué saliva. Todas las charlas que nunca tuvimos fueron raspando con violencia mi garganta mientras buscaba la camisa negra que Franca me había planchado unos días antes de irse. En calzoncillos y camisa hice click.
Se abrió una página. En letras rojas se advertía: “Las imágenes pueden resultar fuertes o perturbadoras”. Abajo, una ridícula flor azul, y a su lado, en verde, un botón con epitáfica tipografía: Conectarse.
Ahí estaban. Mi mamá, sentada al lado de mi hermana y mi tía. Mi hermano Julio, parado delante del cajón. Se veía todo bastante bien, en pantalla completa.
Había otra gente. Los tíos que aparecían en casamientos, bautismos y navidades, para comer y emborracharse, ese día tomaban café, sentados en hilera como hormigas. Algunos primos también pasaban, como quien pasa a saludar a los otros primos. Reconocí a algunos amigos de mi viejo. Faltaban varios. ¡La pucha, nadie se muere en la chaya! se lo escuchaba gritar al sordo Páez. Y estaba yo, abajo a la derecha del monitor, en un recuadro pequeño, oscuro porque aquí ya se había puesto el sol y la luz de la lámpara no me iluminaba la cara.
Lo que dijo el sordo Páez era verdad. Era febrero; la chaya se festejaba afuera; y las demás salas estaban vacías: nadie se muere en carnaval. Vi a mi hermano acercarse y colocarse los auriculares. Me saludó.
   Papá murió casi acostado, en el sillón, con un almohadón que no dejaba que su cuello descansara del todo cómodo. Mamá se había ido a acostar; cuando se levantó, escuchó que Canal 9 ya había dejado de transmitir el festival y que papá no roncaba.
Julio sí había compartido tardes de carnaval, habían ido juntos al Rancho de Mario, él había cortado la albahaca de la huertita del fondo de casa. Él se había quedado. Y ahí estaba, se seguía quedando, con mi viejo al frente.
Detrás de las palabras de mi hermano sólo se oían charlas en susurros, pero no había sollozos ni espectáculos. La mami llamó a la llorona pero está en lo del Negro Matta, dijo Julio, intentando hacernos reír a los dos. Casi lo logra.
De repente se escuchó que la puerta se abría. La habían cerrado por el aire acondicionado. Acá hierve, ni una gota cayó, imaginé que dirían. Los pequeños parlantes de mi computadora comenzaron a saturarse. Golpes roncos de caja viajaban por los aires sobre el Atlántico. ¿Te acordás que lo dijo? logré captar leyendo sus labios.
Con bastante esfuerzo pude escuchar lo que estaba ocurriendo. Bajaba y subía el volumen, y con interferencias oí lo que cantaban:

El día que yo me muera
Que sea pal carnaval
Que me entierren boca abajo
Pa beberlo al arenal.”[1]

Eran los Molina, los González, los Mercado, los Díaz, niños y grandes, hombres y mujeres. Ni siquiera el “Burro” Solano, asiduo visitante de los velorios, evitaba hacer de cantor.
Mi mamá se levantó. Julio me había dicho que no había querido hablar con nadie, ni siquiera con él. Así que seguramente no sabría que yo estaba -online- ahí. Miró a la gente que llegaba y se apartó.
Rodearon el cajón. Mi hermana cantaba. Mis primos cantaban. Mi mamá se había quedado parada, en la esquina, a mi lado supongo, porque no la veía. Tiraban harina, poquita, poquita para no ensuciar mucho decía la Negra Díaz. Cantaban vidalas. Con la albahaca en la oreja y el adiós en la voz. Mamá dio un paso al frente, y pude verla de perfil. Recuerdo que alguna vez habían discutido porque a ella no le gustaba que papá tomara tanto vino y volviera tan tarde. Vos sos puntana, chinita, le ganaba siempre la batalla mi viejo. Pero hoy entendió. Y sus lágrimas caían silenciosas sobre sus labios sonrientes.
Habrán pasado unos minutos, unas horas quizás. Llegaba cada vez más gente. Con cuidado me levanté de la silla, y me puse un pantalón. Me preparé un café. Volví.
Los ojos pardos de mi mamá estaban esperándome en la pantalla. Hola hijo. Despidasé de su papá. Me levantó, me rodeó con sus manos. Me abrazó. Y me deshice en niño, fui Abelcito. Fui el chico de los dibujos del Mikilo; el nene de las bombitas y el balde, subido al techo; el arquero estrella del 6° A. Fui el que le dio el primer beso a la Valeria Mercado.
Mi mamá me llevó al lado del cajón, con esa autoridad de madre que nunca puso en duda y desde ahí fui el gordito de la Querandíes, el changuito de Don Pelagio, que iba a decir chau pá; y llorar. Y entender.
Este lugar helado no era el mío, ni esta silla, ni este cocoliche de instituto. Tampoco estos vecinos egoístas. Me sorprendí escuchando a mi eco diciendo que iba a volver. Sin picazón en la garganta. Sí má. Dejame que arregle unas cosas acá. Ella miraba sin asombro, ya sé, te estamos esperando.
Salí al balcón a fumarme el pucho de los velorios. Ya estaba aclarando. Miré el piso, y luego mis manos. Esas que lo habían abrazado cuando a la siesta íbamos en la Zanellita roja a comprar el vino, y alguna cosa dulce para la mami que se quedaba en casa, haciéndose la enojada. Miré las macetas. Las flores estaban húmedas, como despertando. No había llovido, no era aguanieve. Yo sabía qué era. Y sonreí, como mi vieja.

                                                                                               Álvaro Vildoza     Enero 2011


[1] Duende fiestero-Takirari. Letra: Pancho Cabral.  Música: Jorge Peña y Julio Gallego


* 1er Premio del Primer Concurso de Cuentos del Febrero Chayero, La Rioja.


miércoles, 9 de febrero de 2011

Runa Blanca

A dos Robledo
y a esa noche en el patio 

Cada tanto extraño a Paula. No lo hago cuando llueve, ni cuando parte el sol, o cuando saco abrigo del placard. Tampoco ya, cuando leo el horóscopo o veo en la tele la columna de algún astrólogo. La extraño cuando veo algún par de chicos, sentados con la mirada perdida y riendo de repente, o escucho que inventan cuentos sobre la gente que pasa frente suyo.
Éramos chicos. Y sé que eso no sirve de excusa. Ella era atea y sé que eso tampoco. Teníamos trece ella y catorce yo. En esa época yo no sabía qué carajos era, si ateo, agnóstico, creyente decepcionado, o católico perezoso. Ella no creía en nada que tuviera que ver con los astros. También sabía que Dios era un ser con minúscula, como puede ser un perro o la escoba con que lo barre de la vereda la vecina de enfrente. Decía que era una creación del hombre para creer en algo cuando está desesperado, para pedir cuando de verdad (o no) se lo necesita, para tener con quién charlar en la desolación, para llorarlo, para culparlo, para pedirle perdón. Un amigo invisible como los que tienen los boluditos de la tele, en fin. Era así, cruel, con sus palabras, con sus explicaciones y comparaciones. Siempre sentí que ella me llevaba dos o tres años porque no podía hablar así del mundo.
Éramos vecinos y compañeros de colegio así que pasábamos juntos mucho tiempo. Una tarde decidimos ir a la feria de artesanos, instalada en el parque Sarmiento ya hacía tres días, pero que no nos había llamado la atención hasta ese momento.
-Quiero ir a ver si hay algo interesante en ésta- me dijo a la siesta. Así que tomamos la 2 y nos bajamos en el centro, caminamos un rato y llegamos al parque.
Pasamos casi sin ver a los pulidores de piedras, a los vendedores de aceitunas sin carozo, a los carpinteros y a los vendedores de cintos. A los fabricantes de sahumerios y a los talladores de duendes. Ahí, me dijo Paula, señalando un stand casi pelado, sin mantel y con un foco miserable que iluminaba sus artesanías, ubicado entre la vendedora de tortas y pastafrolas y el librero de no sé qué editorial enciclopédica. Sentada, detrás del tablón, había una mujer, ya grande, de unos 65 años quizás, con pelo sucio y canoso, como enrulado pero sin serlo. Tenía puesto uno de esos vestidos de hippie que ni aun hoy sé cómo se llaman, como una túnica o algo así.
La mujer miraba para abajo. Estaba leyendo. Concentrada, supuse yo, para ver mejor las letras con tan tenue luz.
-¿Cuánto cuestan las runas?- preguntó Paula, casi gritando. Nunca había sido yo un chico muy curioso de esas cosas, así que cuando mi amiga señaló las piedritas, no sabía de qué estaba hablando.
La mujer no pareció sobresaltarse por el grito sino que levantó primero las cejas, luego la vista y por último la cabeza. Sin sonreír ni hacer ningún tipo de mueca, dijo veinte pesos. Con la guía para interpretarlas. Sacó de debajo de la mesa un librito verde, rústicamente encuadernado, con dibujos y hojas fotocopiadas. Tirás las runas y… sí sí, ya sé, dijo Paula. Y le dio los veinte pesos. Gracias.
Los siguientes días fueron exclusivamente dedicados al estudio exhaustivo de las runas y sus significados. Primero Paula leyó el librito, esa misma noche. Me mostró que había pasado todo el día dibujando los símbolos en un cuaderno, y se había memorizado todos los significados. Preguntame alguno, dale. Terminamos sabiéndolos todos, y no sólo eso, sino que además inventábamos historias de vida en las que los personajes tenían pasados, presentes y futuros que se correspondían con la tirada de tres.
Una semana después de que Paula hubiera comprado las runas, me dijo cuando tomábamos mate:
-¿Sabés por qué compré eso? Porque me parece fascinante. Es como la Iglesia, los santos y toda esa cagada, pero más viejo, de otro lado, de la época de los vikingos. La gente cree de verdad en esto. Todos dicen que no, se ríen. Hasta se ríen en el momento en que les tiran las runas. Pero yo sé, estoy segura, de que cuando se van a dormir piensan en lo que les dijeron. Deben quedarse horas pensando ¿no? Se creen todo. Que que tengan paciencia (¿quién no debería?), porque deben separarse del sufrimiento pasado (un ex novio, una fantasía recurrente, un enamoramiento no resuelto), para aprovechar la nueva vida lejos de su origen (se van a vivir a otro barrio, a otra ciudad, a otro país). Digamos,  ¿quién puede no sentirse identificado con alguna de esas cosas? El resto queda para lo místico, ponele. La interpretación debe –lo subrayó- estar escrita de forma general, ¿me entendés? Pero ojo, también tiene que tener algún elemento que haga sentir a los creyentes que las runas les hablan a ellos, directamente a ellos. No es complicado, ya vas a ver.
Terminó de hablar y tuvimos uno de nuestros tantos silencios largos. Yo cebaba, pero no hablábamos, la ronda A-B seguía, pero en mute.
-Tengo una idea- dijo finalmente, cuando yo volvía de poner agua en el termo-. Vamos a vender runas. Pero no vamos a copiar el cuadernito de mierda este. Vamos a escribir uno nosotros. Yo voy a hacer las runas con masilla para artesanos, bien hippies. Las vamos a teñir de distintos colores, todo. A los símbolos los hacemos con un palillo y los remarcamos. Le vamos a hacer cajita y todas las boludeces para que queden presentables. Y se la vamos a vender a todo el mundo, tu abuela seguro nos compra, nuestros tíos, los chicos de la escuela. Hoy pensalo, ¿dale? Acordate cómo tiene que ser el verso, bien metafórico pero lo suficientemente detallista como para que se lo crean. Además no tiene que parecer inventado, sino no tiene gracia.
Paula no reía mientras hablaba, pero se notaba, desde lejos, que sus ojos sí. Se llenaban de brillo cuando se emocionaba y abría más la boca para hablar. Cuando se levantó de la vereda y caminó para su casa, escuché la carcajada.
****
Escribimos mucho. Varios tipos de interpretaciones. A veces discutíamos porque a uno le parecía demasiado obvio algún significado, o tan falso que perdía realismo. Tampoco teníamos que pasarnos en sobriedad porque el librito que nos había vendido la vieja no era para nada discreto. Buscamos por tres semanas el equilibrio. Precisión, entre metáfora astropoética y vil mentira. Nos gustaba poner significados drásticos como acepte la necesidad imperiosa de decidirse definitivamente por la alternativa que usted creía más desacertada. Otra que nos gustaba, por su aplicabilidad a mucha gente era no desestime un verdadero sentimiento por otro nuevo si no está completamente seguro de la autenticidad de éste. Éste, éste, escuchá: No tema subir al tren de la espiritualidad debido a comodidades paganas. ¿Ves? Ahí está la mística. Aproveche las nuevas oportunidades laborales; rechace permanecer en pareja en tiempos de crisis. No, Pau. Esa es demasiado decisiva. Nah, boludón, no pasa nada. Sepárese de las amistades que le hacen daño. Ahí les hacemos un favor ¿no?
Más que interpretaciones, nuestros escritos se hicieron recomendaciones, y cuanta más práctica adquiríamos más imperativos eran nuestros consejos. Los de las runas, bah. Queríamos ser precisos, no muy verseros porque así no daba. Éramos demasiado sintéticos. El librito de la vieja tenía dos párrafos por lo menos en cada interpretación. Obviamente, decían casi todas lo mismo, con diferentes palabras: paciencia; imperturbabilidad; entereza; integridad. Había ejemplos con actitudes del sujeto así que también inventamos eso. Fotocopiamos, cortamos, encuadernamos. Nuestro flamante libro con letra papyrus tenía la soberbia cantidad de 28 páginas con ilustraciones. Sólo 6 menos que la edición de la vieja hippie.
A las runas las hizo Pau. Nos tomamos la licencia de incluir dos símbolos más, parecido uno al del logo de Infinito, porque nos pareció que podía ir bien y queríamos agregar ese significado. A mí se me había pasado el miedo y Pau estaba cada vez más entusiasmada. Pasaba todo el día pensando en las runas y en la presentación. Había sido minuciosamente detallista con la masilla. La caja era marrón viejo y tenía algunos signos pintados encima con témpera negra y unos efectos de quemado. En total, armamos 17 paquetes, como para empezar.
La primera venta, como supusimos, fue a mi abuela. Invité a Paula a comer ese domingo a su casa y mientras la abuela preparaba los ñoquis, nos sentamos en la cocina para charlarla. Le contamos que era nuestro primer negocio. Nuestro discurso era: lo único que habíamos hecho era fabricar las runas artesanalmente y fotocopiar y encuadernar otra vez el libro de la señora de la feria. Al librito lo habíamos firmado como Jörgen Persson, nombre sueco para que parezca verdaderamente nórdico, pero eso, obviamente, era tan secreto como falso. Paula entraba a escena con su explicación histórica/cultural/sociológica del asunto y yo decía sí, claro, exacto y ponía cara de cansancio por haber trabajado tanto. 25$ para los amigos de nuestros viejos. 23$ para la familia.  Vendimos casi todos los paquetes. A Yani, una chica del colegio muy tímida le dijimos que las runas le podían ayudar mucho a planificar su futuro, así que nos compró convirtiéndose en la primera y única clienta de nuestra edad. Éramos todo unos empresarios.
***
No pasó mucho tiempo desde el comienzo de nuestro negocio hasta que empezaron a pasar cosas raras.
El tío Carlos se suicidó cuatro días después de que le vendimos las runas. Se colgó de una viga con un cinto, en el patio de su casa. Fue muy doloroso para la familia, pero más que nada fue escandaloso. Mi mamá se enteró en el velorio que la tía Mary le metía los cuernos al tío Carlos y que había empezado a  pasar noches en lo de su amante. Mi tío era un tipo simple, callado, tranquilo. Tenía 42. Esa noche discutieron muy fuerte. Se tiraron cosas, murmuraban los vecinos a los gritos. La tía Mary se fue, no durmió ahí y recién volvió a ver al tío cuando estaba en el cajón y se lo estaban llevando al cementerio.
Se lo veía mal cuando se las vendimos –me susurró Pau esa tarde en la sala velatoria-. Nos aprovechamos de él. Nos aprovechamos.
Minutos antes, cuando llegamos, había ido corriendo al baño. Volvió con los ojos rojos, se sentó a mi lado y no levantó la vista hasta que nos fuimos.
Pero eso no fue todo. Varios de nuestros compradores empezaron a irse con amantes, o se separaban de sus familias. Otros, empobrecieron de repente y huyeron de sus casas.
Casos de engañosa suerte también hubo, por ejemplo, el tío José. El tío José no era tío de ninguno de nosotros. Vivía en la otra cuadra, pero siempre nos dejaban ahí cuando éramos chicos. Había enviudado hacía no más de dos años y se había venido abajo. Había perdido el trabajo por el alcohol. Era un buen tipo, todo el mundo lo sabía, y se merecía otra oportunidad. Una mañana recibió un llamado. Era de una de las empresas en las que había dejado su currículum. Tenía que mudarse a Río Gallegos, buen sueldo y casa. Dudó mucho por sus amigos, que tanto lo habían ayudado y porque era impresionantemente lejos, pero se decidió por el sí. Durante el viaje, el micro atravesó una tormenta en Chubut. Hubo granizo y ventanillas rotas. Él iba del lado de la de emergencia. La piedra no fue tan grande pero la velocidad del impacto hizo que el golpe en la cabeza lo hiriera de gravedad. Murió dos días después, en Pico Truncado.
El Mario, vecino del abuelo de Paula, se hizo jugador. Vivía en el casino. Se bañaba cada tanto ahí. Era juez jubilado así que cobraba bien. Él nos compró las runas apenas Don Marcos le contó de nuestro negocio. Las pidió con urgencia, así que se ve que ya le había picado el bicho del juego. A Paula la llamó su abuelo y fuimos ahí nomás. 27 pesos porque tenía plata.
Parecía internado en la ruleta. Por esa época, en La Rioja todavía había sólo dos casinos alrededor de la Plaza. Supimos que de a poco fue dejando de volver a su casa. Pasaba días enteros jugando. Vendió sus autos, un terreno en la Quebrada y los dos departamentos en Córdoba. Así vivió, de un casino al otro, por tres meses, hasta que un día, de la nada, desapareció. No estaba más. La casa quedó cerrada, pero con la luz prendida. Nunca nadie supo más de él.
Hoy hace calor y va a llover. Recién vuelvo del centro. Caminé justo en el horario de salida de los colegios. Y extrañé a Paula. Esta vez no porque haya visto a un par de amigos, sino porque me topé de frente con una chiquita muy parecida a la Yani. Estaba escondida detrás de un árbol en la plaza. Tenía la frente fruncida y los ojos húmedos, a punto de llorar de rabia. Miraba a unos chicos que charlaban, esperando el colectivo. Era resentimiento. Como la Yani.
Nuestro negocio terminó en los noticieros de todo el país. Pero nunca nadie supo que se debió a nuestras runas. De hecho, nosotros tampoco lo comprobamos nunca con total seguridad. Pero yo terminé intuyéndolo.
Fue una mañana antes del integrador de Biología. Habíamos tenido que hacer un trabajo práctico del sistema linfático en grupo como primera parte del examen. Como siempre, Yani quedó sola. El trabajo había sido muy complicado porque había que relacionar todos los sistemas con el linfático y entre sí.
Así relató los hechos Jorge Sdrech en su columna del Noticiero 13: alumna de 14 años, hija de un policía a punto de retirarse, entra al colegio con el arma reglamentaria de su padre, espera a la hora del examen y abre fuego contra sus compañeros y profesora; resultado: tres alumnos y la docente muertos, cuatro heridos graves, diez ilesos. Como por gracia del destino, varios compañeros se habían “enfermado” ese día y se enteraron de la tragedia por televisión. Fue la primera de una seguidilla de masacres en escuelas. En ésta, la tiradora se suicidó.
Paula nunca creyó en Dios. Pero yo sí, esos cuatro días del hospital, sí. Pero no fue suficiente. A mí, una bala me rozó el hombro. No fue nada. A ella, en cambio, que se sentaba adelante mío, la bala la impactó en el cuello. Estuvo internada tres noches. Recé como nunca en mi vida. En la silla de la sala de espera, en la capillita del barrio, en mi cama.
El 17 de junio a la mañana, antes de ir a visitarla, desesperado y con el corazón golpeándome los dientes, tiré las runas para las preguntas sí o no. Cuando quise saber si Paula viviría me tocó la runa blanca. Me fijé en el librito de la vieja y en el nuestro. No habíamos modificado el significado. Paciencia. En algunos casos puede significar la muerte.
No hubo metáforas. A veces, cuando escucho sobre travesuras adolescentes o negocios raros, y cada maldita vez que se instala la feria en la Plaza Sarmiento, también… extraño a Paula.

                                                                                                A.V         08/02/11


(gracias por leer hasta acá)


martes, 1 de febrero de 2011

Reposo


Cuando mi madre, enferma hace dos años, cerró la puerta y cojeó hasta la cocina, dije para mis adentros que no. No quería ver la luna, mirá qué redonda que está. No. No me importaba la luna, ni las florcitas de afuera que qué lindo crecen, ni saber qué hizo Valentín, el nenito de Doña Laura, en el acto del jardín. No quería probar los fideos con salsa rica que estaban recién servidos. Tampoco quería ver la película que iba a empezar a las doce, sentaditas en el sillón ni comer esos bombones de nuez con dulce de leche y coco que siempre me pedías cuando eras más chica.
Yo amaba a mi mamá. De verdad. Pero estaba cansada. Agotada. Harta de remedios, recordatorios, agujas, algodón, alcohol y sueros. De los gemidos tras las paredes. Del sonido hueco del bastón sobre las baldosas flojas. Del olor a hospital sucio en mi propio baño, mezcla de lysoform con raid para las moscas. De oscuridad las veinticuatro horas para que ella pudiera dormitar en cualquier momento. De ocultarme, de que nadie pudiera visitarme, de que nadie entrara a la casa salvo Doña Laura y el Doctor Martínez.
Ah…el Doctor. Yo armaba el bolso todas las noches, una remera por vez. Un par de medias un día, otro al siguiente. Por la culpa. Estaba exhausta, necesitaba irme pero todavía no conseguía juntar fuerzas. Y el doctor parecía darse cuenta de mis intenciones. Había llorado.  Había ahogado mis lamentos contra la almohada, la había mordido y había gritado cubierta con colchas. Tenía los ojos hinchados y  dolor de garganta. A ver, dijo el doctor apenas me vio, al abrir la puerta. Hizo que abriera la boca y me examinó con una linternita. Hizo que respirara profundo y escuchó mis latidos. Te hace falta sol, pero no salgas, hacé reposo. Dijo las últimas dos palabras como al pasar. Él no podía creer siquiera que reposo era algo que yo pudiera hacer con mi madre en ese estado. Pero a mi me gustó que el doctor me observara, aunque sea la garganta roja y con placas, visto mis ojeras profundas y humedecidas. Fuerza, me dijo él. Y me sonrió mientras se incorporaba, con ese perfume que sólo a él se lo había olido.
No puedo irme, pensé esa noche. Saqué la valija de debajo de mi escritorio. La escondía ahí. Mi mamá no podía agacharse, pero uno nunca sabe. Abrí el cierre y me di cuenta de que estaba casi lista. No faltaba más que la Virgen.
Soy Matilde. Por ese entonces tenía veinte años. Los había cumplido hace un mes, sin fiesta. Sin torta ni brindis porque un día antes mi mamá había tenido una recaída que le duró una semana. Por poco, ninguna de las dos nos percatamos de la fecha. Pero Estefi, la única amiga que había ido a mi casa en estos dos últimos años, tocó la puerta ese día.
Estefanía era una chica alta y muy delgada. No era linda, pero tampoco tenía mala suerte con los hombres. Tenía un gusto particular por el morbo, y aunque haya sido echada a los gritos por mi mamá, todavía le daban ganas de pasar a visitar. Seguro elegí un mal día para ir esa vez, se excusaba cuando le preguntaban qué había pasado. Llegó con un regalo: un calendario. Era marzo. Para que no te olvides en qué día vivís, boluda, dijo. Y rió. Con una risa de mujer grande y fumadora añeja. Rió sola y el sonido rebotó en el living que estaba a punto de derrumbarse, reverberando entre los platos y copas de plata colocados como premios sobre el mueble. No le importó que a nadie más le hiciera gracia, porque siguió riendo. Respiraba como robando aire, atragantada, y seguía.
Quizás invadida por un repentino sentimiento de culpa (nunca lo tenía, y eso era lo que más odiaba yo de ella) mi madre buscó plata en su ropero y nos obligó a ir a buscar un budín inglés y una coca.
Estefi nunca se salvó de las críticas de mi mamá. De hecho, nadie, salvo Doña Laura –madre soltera de ese hijito insoportable - y el Doctor Martínez –hasta ahí, porque no viene nunca- había sobrevivido a las despiadadas burlas y denigraciones de mi mamá. Al principio, las decía por el pasillo, en voz alta para que se escucharan, cuando yo estaba con alguna amiga en la cocina. Pero después comenzó a sentarse a la mesa con nosotras, y preguntaba cosas incómodas. A una, tímida y vestida hasta los dientes en octubre le preguntó si ya se la habían cogido unos cuantos. A otra, que en esa época se vestía de negro y tenía varios piercings en todo el cuerpo, le preguntó si el rito incluía no bañarse porque estaba hedionda. Así fue que mis amigas dejaron de visitarme, y de llamarme porque mi mamá también gritaba cuando oía el teléfono. Tampoco tenía amigos varones, y novio sólo tuve cuando tenía 15. En el camino, Estefi me preguntó por él.
Hacía mucho que no pensaba en Tomás. Él me había dicho que era “hermosamente interesante”. Él era lindo y algunas compañeras parecían alzadas. Eso me gustaba. Disfrutaba verlas odiándome cuando pasábamos de la mano, por el centro. Él las saludaba porque era un caballero. Pero yo nada más les sonreía, las miraba y lo miraba a él. Cuando ya habíamos pasado a su lado, le besaba el cuello. Ellas se morían. Qué bien la pasábamos con Tomás, pero éramos chicos. Y después pasó lo que pasó y él se alejó, por miedo, seguramente, o por precaución. Todo el mundo empezó a decir que mi mamá y yo éramos un peligro. Y me fui quedando sola. Después pasó lo de la enfermedad y ahí estaba yo, mirando la valija llena, casi lista para cerrarse.
En el centro, la valija tenía un espacio reservado. Base cubierta de medias y bombachas. A los costados, remeras, unos jeans y algún abrigo liviano –no pensaba irme tanto tiempo-. Ahí, al medio, iba la Virgen. Eran los últimos 23 centímetros por 7 de fe que me quedaban. A mano, dejé una camperita de hilo vieja, por si refrescaba a la noche.
Mamá estaba en la cocina, haciendo zapping, con el volumen altísimo. Tosía porque había estado vuelteando, con los fideos esos y el tuco, para mí. Quién la mandó a ser tan intrusa. Yo no quería comer, no podía tragar con la garganta así. Me imaginaba la escena que iba a hacer cuando viera que en media hora no iba para ahí. Que otra vez encerrada en mi pieza, que que salga de ahí, que no veía que se estaba muriendo y quería pasar sus últimos momentos conmigo. Que me había cocinado. Y otra vez: que qué linda la luna, las florcitas y Valentín.
Resolví no irme esa noche. Sería cruel. Ella no tenía sueño porque cocinar la había encendido, así que no se iba a dormir hasta bien tarde. Fui al baño a mojarme la cara. Me miré en el espejo. Mis ojos parecían salirse de sus órbitas, totalmente enrojecidos. Las lágrimas me habían extirpado de raíz las pestañas y debajo se me hundía la piel. Las ojeras me llegaban hasta la mitad de la nariz. Era un espanto. Pero no me importó. Ya se me iba a pasar. Necesitaba un poco de sol. Y reposo. Eso, reposo.
Volví a la pieza y cerré la valija. Puse sobre ella a la Virgen, paradita sobre la tapa. Me arrodillé. Me sequé la cara con los dedos. Junté las manos, me mordí los labios con fuerza. Mientras sangraba y las gotas caían desde el borde de mi mentón, recé. Mucho, y le pedí con fe, con mucha fe. Que si quiere llevársela, Virgencita, lleveselá. Cuanto antes mejor, pero que por favor, por favor, que se arrepienta. Que no se vaya sin culpa, sin remordimiento. A papá le hicimos eso por hijo de puta, porque a mí me trataba mal y a ella le pegaba mucho. Pero ella lo mató con maldad. Le escupió y lo maldijo muchas muchas veces para que no se fuera al cielo. Virgencita, no era así como lo habíamos pensado. Ella hizo que pareciera que nos había atacado pero fue ella. Le hizo mucho daño. Él dormía. Es mentira que me tocaba, si yo lo quería un poco a mi papá. Virgencita haga que se arrepienta, y perdonelá por favor. No quiero que se vayan al infierno. Yo los quiero. A los dos.
Esa noche, seguí mordiéndome y repetí eso muchas veces. Cuando terminé, me levanté del suelo. Busqué algodón, alcohol y limpié el piso. Abrí la valija y guardé a la Virgencita, después de un beso, entre medias y remeras.
                                                                                              
                                       A.V 30/01/11






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