jueves, 28 de abril de 2011

Agonía de una letra



   M es. No murió, o por lo menos, nadie lo ha comunicado. Sin embargo, en este relato, M fue: escritor, autodidacta, primer premio de una importante editorial en los setenta; autor publicado otras tantas veces; muy bien criticado por cada libro. M fue, además de todo aquello, un hombre de doble apellido. Y con eso se dice bastante.
   No hace mucho, serán dos años, M cerró con llave la gran puerta de madera de su residencia en Bogotá, afinó sus bigotes a la italiana y subió al taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto, saludó soberbio a la azafata y le pidió champagne. Cuando la fina rubia le alcanzó la copa, la miró a los ojos, sonrió, y brindó, por Buenos Aires, por estas nubes y por usted, la dama más bella de estos cielos. No hace falta decir que la pobre joven contestó sonriendo de manual al viejo piropeador y siguió su camino.
  Cuando llegó a Ezeiza sus colegas B y F, premiados los dos, miembros vitalicios de la SADE, lo esperaban sentados. A este narrador le gustaría poder describir alegremente la amistad que unía a estos tres hombres, pero por respeto a la verdad no puede hacerlo ya que jamás existió tal relación. Cuando jóvenes, la competencia pasaba por quién pagaba el café en las tertulias internacionales. Más tarde, las cartas viajaron impregnadas de hipocresías en correo express hasta que el pulso tembloroso de los tres demostraba burdamente el paso de los años. Luego las conversaciones telefónicas se limitaron a llamadas de año nuevo pues los tres eran ateos y se llamaban marxistas, mofándose de los regalos en navidad que tantos libros les habían hecho vender. Ese mediodía de otoño en Buenos Aires, M, B y F se fundieron en un abrazo que quizás fue en gran parte gagá, aunque los tres nunca hayan querido reconocerlo.
  Almorzaron en Recoleta, bebieron café supuestamente colombiano que M se encargó de denigrar insultando al mozo con el gesto de la propina cero. Discutieron sobre política, renegaron del populismo, de los impuestos, y del fútbol, brindaron por Borges y Carpentier por igual, criticaron la televisión que nunca miran y la radio que jamás escuchan, los diarios que no se dejan leer, y los libros que son cada vez más pobres. La charla continuó en Barrio Norte en el living de F hasta que sus invitados se retiraron a dormir la siesta en los cuartos de invitados.
  Por la tarde, M decidió recorrer las callecitas y qué se yo que se habrán cantado en tantos tangos. Caminó por San Telmo, tomó un taxi y bajó en Palermo, caminó por Santa Fe, paseó por un jardín botánico y desembocó en La Rural. Estaba viejo pero la memoria no le fallaba: ni F ni B le habían mencionado que la Feria del Libro estaba desarrollándose en la ciudad. Ya era tarde, casi de noche y la gente salía como si el lugar estuviera por cerrar. Iría al día siguiente.
  Durante la cena M no pudo contenerse -tampoco lo había intentado, claramente- y lanzó sobre el mantel, sin sutileza alguna: Estimados caballeros, han olvidado ustedes comentarme sus pareceres sobre la Feria del Libro que se está llevando a cabo, flamante, por estos días -sí, así se expresan estos hombres, hasta en la mesa-, ¿no será que estaban desinformados? No lo creo. A veces la edad traiciona, amigos míos.
   B y F intercambiaron miradas y ceños fruncidos. Este narrador no se anima a sumergirse en los comportamientos o en la lógica interna de los sujetos, ni podrá explicar, ni siquiera con el atenuante de la vejez, por qué estos dos hombres, orgullosos y egoístas uno más que el otro, intentaron, sin suerte, convencer al colombiano de que no valía la pena acercarse a semejante desgracia literaria edificada. Describieron con calidad los pasajes más preciosos de Buenos Aires tratando de que M cambiara de parecer, pero éste era un señor de palabra, y lo había determinado entre sorbos de sopa: se levantaría temprano, llamaría a un taxi y pasaría el día en La Rural.
  Imaginó M que su prestigio conseguiría un pase libre pero no se sorprendió demasiado con la ignorancia de la vendedora de entradas. Ni con la de varios de los hombrecitos de camisa blanca y credencial que caminaban apurados por los alrededores de los salones. El gran escritor daba pasos largos y decididos, el brillo de sus zapatos se apoyaba caballerosamente sobre la alfombra de varias editoriales, permanecía estático algunos segundos, y avanzaba hacia otros stands. Libros grandes, caros, pequeños de colección, de óperas, de viaje, de fotografías, de pintura, eran cargados en elegantes bolsas por los brazos y la tarjeta de crédito platinium del hombre de bigotes largos. 
   Sentado frente a una mesa que le debe parecer enorme, estoy seguro, estaba un joven de jean y chomba de marca. En su mano derecha sostenía una lapicera cara. Sobre el mantel blanco se exponía lo que debía ser su libro. Parecía nervioso, hasta que otro hombre, de camisa y pantalón de vestir, le acercó una botella de agua y le dijo algo al oído, el agente, sí, el agente. M recordó entonces cómo había sido su experiencia en la primera firma de libros, cómo había esperado aquel momento y cómo había sufrido los primeros diez minutos porque, a diferencia de García Márquez, a él, en principio, no lo esperaban haciendo cola. Sin embargo, y sonrió complacido al recordarlo, su fama fue incrementándose y muchas veces abandonaba las librerías dejando lectores sin sus libros autografiados obligándolos a hacer la fila al día siguiente. Miró al novel autor y pasó a su lado con expresión de padre comprensivo. Ya vendrán.
   La mañana transcurría  para M entre compras, sonrisas a las cajeras y saludos sin destinatario real que sólo relatores como quien escribe no tienen compasión para omitir. Aunque cargado y bastante caminado, M no se cansaba. Así fue, por energía y vitalidad que un buen hombre de letras debe tener hasta el mismísimo día de su muerte, que el ilustre novelista comenzó su agonía.
   Deslizó su dedo, no sin cierto pudor, sobre los libros en oferta. Se animó a hojear las novelas rosas que se regalaban casi, por $15 llevando dos; leyó hasta dos párrafos del erotismo traducido del mandarín a precio de 3x$35. Se burló en silencio de los compradores que por poco saltan de alegría, los imbéciles y miró el resto de las ofertas con un cuidado que por su propio bien debió haber sido muchísimo menor.
   No se sabe bien en qué minuto, en qué desafortunado instante, el señor de doble apellido reconoció la tapa de dos de sus obras maestras. No estaban sobre la mesa de $10. Peor. Estaban debajo, casi en la esquina al ras del suelo. Con esfuerzo, se agachó, tomó dos ejemplaras de cada novela y tragó saliva. Se levantó, más viejo, más arrugado y dolorido. Fue eso, dolor y algunas otras cosas. Dolor con el que releyó la solapa rebosante de halagos de los principales periódicos del mundo. Ira con la que caminó hasta la caja y desaforado, gritó a los empleados que aquello debía ser un error. Vergüenza con la que escuchó que aquello no había sido equivocación alguna. Humillación -para este simple cronista innecesaria- con la que recibió el comentario del gerente de la librería, que se acercó al escuchar el alboroto, y dijo secamente: esos libros, señor, son todos los que las editoriales quieren sacarse de encima. Ultraje, cuando aquel desconocido acreditado, completó: en mi modesta opinión, y créame bastante que algo sé, no le recomiendo ninguno de esos libros sino es para hacer fuego.
   Y así se fueron ambos, el gerente orgulloso de haber resuelto un conflicto con una sonrisa de manual, como aquella azafata del principio, y m, caminando despacio, vencido, agotado, y en minúsculas.


                                                    A.V           28/04/11
  

lunes, 18 de abril de 2011

Tos

Seguiré intentando escribir como mina...  

    Una noche que estuve con fiebre leí, despatarrada en la cama, con una mano sosteniendo el trapo fresco y con la otra el libro, un cuento sobre una mujer que disfrutaba escuchando latidos de corazones enfermos. Me conozco, tuve fiebre antes, por supuesto; son casi veintisiete años de padecimientos invernales -porque no te cuidás, por eso es, seguiría gritándome mi mamá si no se hubiera muerto- y nunca había sentido semejante calor al leer aquellas descripciones, escritas como si fueran la ficción más irreal de las mentiras. Y me dio rabia. Porque terminás de leer y sí, alguien pudo haber dicho a la mierda, qué buen cuento, pero yo no; yo lo detesté, lo aborrecí con el resto de entereza que me regalaba el trapito mojado.
  ¿Por qué un cuento? ¿Por qué? ¿Es acaso tan increíble que haya gente a la que le guste la enfermedad? Y no me vengan con que no hay médicos morbosos, o que no existen televidentes que se pasan horas viendo muertos en el cable. Lo mío no es morbo, señores. Lo mío es amor, verdadera pasión y romanticismo que nadie entiende. Es un sentimiento no comprendido, prohibido, censurado. Porque claro, a la gente le gustan todavía, hoy, 2011, dos-mil-on-ce, las historias de príncipes y plebeyas, de pobretonas con actores de Hollywood. Y yo, que veo a un moribundo en la calle, muerto de frío y con el rostro pelado, y se me salen el alma y los ojos, y corro hacia él, siento que una fuerza, el asco de los que miran, me empuja hacia atrás. ¿Por qué? ¿Por qué no nos dejan estar juntos?
   Y escribo esto porque necesito descargarme. Escribo porque ya no soporto que me juzguen, que me critiquen, que en la oficina hablen, ya no a espaldas mío, sino ahí nomás, al lado de la fotocopiadora, a cuatro metros de donde estoy tomando el café todas las mañanas. ¿Puede ser que no me dejen en paz? Que estoy muy flaca, mirale las ojeras dicen las pelotudas recién teñidas, ni-con-un-palo gesticulan los otros pajeros de Contaduría. 
   Cuando camino al trabajo, a veces, unas cuatro o cinco veces por semana -reconozco-, paso por la clínica. Esos días me aseguro de salir más temprano de casa, porque sé que voy a detenerme en la esquina, en la parada del 307, y aunque haga frío, me voy a sentar, voy a esperar hasta ver a por lo menos dos, con sus madres algunos, otros con sus esposas, pero casi siempre solos, caminando al lado de la enfermera que los ayuda a subir al taxi. Ahí, todos abrigaditos, con sus barbijos blancos, con gorrito cubriéndoles la cabeza calva, con el tubito de oxígeno los más lindos. Correría a besarlos, a abrazarlos pero sé que están débiles y podría lastimarlos, y eso me gusta más, podría decir que me excita porque me atraen más cuanto más cerca están de la muerte. 
   No seré hipócrita. He llorado. He derramado litros de lágrimas en velorios y entierros. He visto cajones cerrados e imaginado el estado raquítico de sus cuerpos, agotados, vencidos en la batalla. Y un dolor se me ha instalado entre el estómago y el corazón cada vez que alguno de los pacientes de la clínica ha muerto. Dura días. Algunos -me acuerdo: un chico de veinte años, cuando yo tenía diecinueve-, me produjeron una sensación parecida a la de una puntada, aguda, como sangrante, durante semanas. Ese chico, creo, fue el primero del que me enamoré bien. Lo recuerdo ahora y necesito detenerme, no puedo escribir más. Ni quiero reflejarlo aquí, en una hoja tan sucia como ésta. 
--
   Espero que ustedes me entiendan, aunque si no lo hacen serán unos más de los que no tienen la compasión necesaria para comprenderme. Y no me afectará, porque una se termina acostumbrando a la frialdad de la gente.
   La verdad es que jamás me importó demasiado lo que dijeran los demás. Pero esa noche, cuando leí ese cuento, descubrí que parte de mi historia -era bastante parecida, convengamos-, estaba siendo utilizada como entretenimiento en un libro de cuentos. Como si el autor me hubiera conocido y se estuviera burlando de mí. 
   Recuerdo, entonces, haber cerrado el libro, volcado el agua en el inodoro, tirado el trapo, las pastillas y cualquier medicamento que había en casa y decidir, lisa y llanamente, dejarme morir.
   Mi mamá me lo había advertido, y sí, odio reconocerlo, tenía razón. Algún día vas a terminar con neumonía o algo de eso, vos, pendeja caprichosa. Era hora de hacer cumplir el destino. Amarme por vez primera a mí misma, en el estado que más he aprendido a adorar, el de la enfermedad, el del reloj de arena que se agota rápida e inexorablemente. 
    Hoy escribo esto, con el pulso tembloroso y crónico de mi tos, mis pulmones exhaustos y el ritmo callejero del taxi, que me lleva a casa; y la enfermera saluda detrás del vidrio, con ojos de última vez, a la salida de la clínica.


                                                                                   A.V        18/04/11

sábado, 16 de abril de 2011

Crónica de un tripartito

Pasó un año y
sin embargo ahí están


    Sen
     ta
     dos 
      con los pies sobre
                                  la
                                      calle.




Con frío, porque el invierno quiso empezar anoche,
pero el hielo se fundió en la palabra,
y el alma helada se desagotó de pronto y
         huyó corriendo 
           calle abajo
             a no sé 
              dónde.


Fue, en aquel lugar y aquel tiempo, de noche 
Y con el viento se volaron las culpas.
Y el semáforo no les importó.
Ni los que corren. Ni las calles, ni las rutas.


Sin embargo ahí están
  sentados los dos
    tan parecidos
con el mismo rostro a oscuras
porque no hay luna que atraviese a las nubes
porque no hay luz que los haga uno solo.


Sin embargo alguien los mira
(dicen que es el tiempo)
           a los tres, 
sí, ahora lo sabe: son tres.
Y se pierde, se desorienta,
y patea el camino, como a una tapita de coca,
chueco, encorvado, en diagonal, 
como al principio
para 
       llegar
              a no
                      
                            dónde.


                                          A.V  17/04/11

miércoles, 13 de abril de 2011

Se acabó el magistral

Con el mayor de los humores negros, 
al señor de la motito.


Los platos sucios estaban sobre la bacha, recién apilados por él. El sol de siesta tras la cortina, como él quería. El cenicero lleno; el agua corriendo sobre la pileta; el detergente abierto; la esponja en su mano, ensangrentada. El piso sucio de descuido. La escoba vaya a saber dónde. Quizás en el patio, tal vez al lado de la parrilla, pensó cuando miró las gotas secándose en el suelo.
La canilla estaba abierta y él continuaba pensando. Se culpaba, un poco por la imperfección, otro tanto por no haberle dicho nada antes, por no esperar a que se despertara. Pero estaba cansado y no podía postergarlo más. Pensó en abrir la alacena y buscar más cafiaspirinas. Para qué, si ya me voy.
Encontrar la lavandina. Un balde o así nomás. Un trapo, ¿dónde habrá un trapo? No debería haber sido de esa forma. No hay tiempo. Hora. 14.20. Quizás vengan mañana, quizás pasado. El celular, hay que apagarlo; el mío también. Limpiar esto. Qué más. Sí, los guantes. La puta, el pantalón, habrá que tirarlo. Encima es re caro. Igual seguro van a preguntar si se dan cuenta. Quién me manda a mí, también. La puta, qué suerte de mierda. 
Tengo que pensar qué decir. Pero quién va a dudar si siempre fui el único que la quiso. La acompañó, digo. 
Qué más, qué más. Tengo que volver a ver si quedó algo. Y lavar esto porque sino también se van a dar cuenta. Y la esponja, si la tiro se van a dar cuenta. Los guantes, dónde quedaron los guantes.
El agua siguió corriendo mientras él atravesaba el pasillo, observando al pasar las tres gotitas de sangre, al lado de la puerta corrediza. Entró a la habitación. Caminó despacio, en puntas de pie. Rodeó la cama. Se tomó de las manos para evitar tocar cualquier cosa. Miró el almohadón, la silla de ruedas; registró que todo se encontrara como al principio de la visita. Quiso besarla y sintió culpa. No debió haber sido así. Ni discurso preparado. Ni café, ni encuentro en el centro después del trabajo. Ni pedirle que se apurara. Ni dejarla plantada. Ni que existiera ese hijo de re mil putas. Ni los jueces lentos. Ni que nadie se haga cargo. Pero así es, se dijo a sí mismo cuando volvía a la cocina. Y no hubo otra, cuando volvió a mirar las manchas. Hubiera sido mejor cortar por teléfono mucho antes, al presionar con el nudillo el botón de apagar, por te-lé-fo-no. Fue un segundo nada más, mientras lavaba el cuchillo. Quizás ni se enteró. Estaba muy sedada. Y lavó otro plato.
Decidió llevarse la esponja en el bolsillo después de limpiar las manchas. Buscó una nueva en el lavadero y la colocó al lado de la botella vacía de detergente. Por fin, cerró la canilla. Caminó hasta el comedor. La herida seguía abierta y más con el agua. Con cautela, evitó derramar otra gota y fue hasta la habitación, otra vez. Encontró los guantes y se los puso. No hubo otro sonido que el del click de la puerta al cerrarse.
Quiso arrancar su moto. No pudo en el primer intento. Puteó a mansalva al tapón, al cuchillo y a su corte en la mano. Probó de nuevo y esta vez arrancó. Aceleró de a poco. No quería ir muy rápido. Miró el paisaje del barrio. Acababa de morir una novia que nunca quiso, una pobre paralítica que no tenía a nadie, salvo a él, que se cansó, que decidió una siesta, mientras lavaba los platos y se desinfectaba con detergente una herida, usar un almohadón que había en el placard y apagar por un tiempo los teléfonos.

                                                        A.V        13/04/11


sábado, 2 de abril de 2011

Punto muerto

Ajam. Se. Así, como cuando bajás por la circunvalación nueva esa que viene de la Quebrada, que vas a 60. Venías en cuarta y decís ma' sí ya fue, apretás el embrague y soltás, que el motor vuele, que tu vida hasta llegar a la rotonda -porque ahí si no ponés un cambio fuiste- pase así, a 50 en bajada, ligera, sin tener que frenar por los pozos, por las lomas de burro, por los insoportables badenes de Vargas; sin tener que esperar semáforos, ni acelerar. No hace falta, y no querés pisar el acelerador porque no hace falta. Es así: no hace falta si vamos bien.
Ajam. Así, ¡grande Ford! y el que haya inventado la caja de cambios, el que haya encontrado la forma de crear semejante metáfora y grande Fito que la puso en La Despedida. Así y no hay mejor manera de explicarlo es como me sentí estas últimas semanas y hoy más que otro día. Bah, quizás ayer y antes de ayer me sentí igual pero queda más íntimo decir que así estoy hoy. (terminé de escribir todo el texto, lo estoy releyendo y esto último me parece lo más ridículo que voy escribiendo)
Estuve leyendo algunos blogs, de unas minas que se quejan de la vida, de los micros, del tiempo, de sus padres, de la facu, que aman, se pelean, que dicen que no aman, pero lloran. Y todo lo escriben. Y es al leerlas cuando me doy cuenta que sí, necesito un lacaneano YA, porque esas minitas más locas que una cabra en la 9 de julio, me fascinan, por no decir que me vuelan la cabeza.

Mañana y ya fue. 4 meses de vacaciones se terminan en la hora en que entro a la materia que todavía no aprendo cuál es -ahí en la mochila está el horario, má ;-) -. En verdad se terminan antes porque sé que tengo que levantar de la cama a:

  • mí, 
  • a la espera de 5 horas en una cola y
  • a la intensidad de un recital abuso como al que estoy por ir. 
Por eso no me quejo. Por eso no freno ni toco bocina, ni puteo a la nada, porque en la circunvalación venís solo casi siempre. Pero se terminan las vacaciones y hay que volver. Llegás a la rotonda de la terminal donde nadie sabe un pomo de normas de tránsito y el que viene a 4 cuadras se manada de lleno y el que va por la rotonda frena como si su justo ahora auto-caballo quisiera pastar. Algo así es la vida después de las vacaciones.
La rotonda es lo primero, cuando tenés que decidirte, acostumbrarte a los horarios. Ahí llegás a la Perón y hay semáforos, y motos que te pasan por la derecha, una, otra, y otra, y cuando querés doblar y tenés el guiñe pasan otras dos. No quiero llegar al centro, no quiero imaginarme. Salvo que sea parar en la casa de Mercedes, tomar unos mates, o sea, julio y vacaciones de invierno- y volver al centro; otra rotonda, la de la Vieja Estación; y las avenidas.
Escribo estas cosas que algunos que se creen filósofos llaman reflexiones, yo digo, "pelotudeces con tildes y puntos y coma que no tienen ni siquiera belleza literaria" que son cosas ciertas que se le pasan a uno por la cabeza. ¿Ves? Ni está bien escrita la frase anterior. Digo, escribo estas cosas porque leí el blog de estas minitas y me dio envidia primero, y se lo dije a Guada, "los blogs de estas minas son mucho más copados que el mío" y después pensé que deben ser las más lindas de la clínica psiquiátrica.
Recién veía "diagonizado" y me hace acordar a una propaganda en el que un bebé de 3 años va a la guardería de traje. Algo así soy yo. Y no me enojo, no me enojo ni me río, ni me disgusto ni me da pena. Nah, porque acá, desde la ruta esta, se ven atrás, por el espejo, los cerros, y el sol está a punto de caer; al costado nada, un poco de la ciudad, y voy tranquilo, flotando. Para qué enojarse, para qué siquiera pensar.
Subí, te llevo, tranqui, en punto muerto, hasta el lunes.

                                      A.V           02/04/10

Foto de Florencia Ruiz 



Ah, me olvidaba. Si a alguien le importa, estoy escribiendo de a poco un cuento bastante largo que por ahora me supera. Bah, largo en la cabeza, recién va 2 páginas... Todo esto para decir que voy a volver a no hablar de mí. Es que estas chicas deben ser tan lindas, boló.

Ahora es más fácil comentar