jueves, 26 de agosto de 2010

Noche

De: http://entrevereader.blogspot.com

Quiso gritar. No pudo. Llorar, tampoco. La sábana lo asfixiaba, el ritmo desparejo del pecho de ella lo incomodaba. Tenía hambre, pero no era capaz de emitir sonido.

Abrió un poco la boca, buscó con su lengua su alimento. Palpó suavemente la remera gastada de su madre, encontró su seno. No la heriría con sus pequeños dientes, pero ella no despertaba. Esperó un rato. La oscuridad no cambiaba; una luz fluorescente titilaba sobre ellos, rutinaria. El eco de la respiración ajada de la mujer rompía la incertidumbre del silencio. Ambos estaban cansados, él lloraba por dentro, ella ya había llorado demasiado.

Le gustaba cerrar los ojos y reconocer voces, pero logró girar su cabeza un poco y observó las sombras bajo la puerta. Eran pasos decididos de los cuidadores de su mamá, deshechos por la luz de afuera. Gimió y tembló. Se movió nervioso sobre el pequeño espacio que tenía en la cama. Mordió la sábana y jugó con ella. Se enroscó en la tela, se sentía un poco grande; temía caerse y por eso se acurrucaba con esfuerzo. Cuando escuchó un ruido de tacos, se escondió bajo una colcha que caía de la cama y aparentó estar durmiendo.

La puerta se abrió, y con el destello que entró, apareció Alicia, la amiga de su mamá, siempre vestida de blanco, con guantes y sonrisa agotada, ojos hinchados de ver llorar, oídos cansados de aullidos. En su mano tenía una aguja, en su bolsillo un frasquito. Controló el suero. Caminó por la habitación. Él abría los ojos por unos instantes, para saber qué estaba ocurriendo, pero los cerraba con fuerza, por miedo. Percibió lo pasos más cerca, el perfume dulzón de Alicia; la sintió cada vez más cerca, podía escuchar su aliento. Presionaba sus pestañas hasta que le dolían, no quería ver, no quería respirar, ni un movimiento, ni un desliz.
Estaba a su lado. Sintió la presión de sus dedos finos, sus uñas sobre su brazo arrugado. La fuerza con la que Alicia lo apartó de su madre. Lo zamarreó con asco. Lo tiró al suelo y así quedó por un momento: acurrucado, desnudo bajo su pijama a rayas.

-¡Viejo de mierda! ¡Otra vez acá! ¿Por qué no dejás a esta pobre mujer en paz? ¡Pervertido!

Sobre el piso, el viejo temblaba, frágil en sus huesos, en su boca y en su alma. Sus dientes gastados tiritaban y no dejaban de sonar. Es mi mamá, es mi mamá, señorita. Soy su nene. Miremé, miremé los ojos, azules como los de ella. Señorita, creamé.

Vio cómo un líquido transparente llenaba la jeringa, otra vez. La aguja penetró hasta su sangre que cada vez circulaba más abatida. Dos hombres entraron y lo sacudieron, lo levantaron y arrastraron hasta el pasillo. Tenía hambre, quiso gritar, quiso llorar. Y pudo. Lo hizo desgarradamente, como un niño, como su niño.



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