Volvió a bloquear el teléfono. Bostezó, la habían despertado con el mensaje. Fue al baño, prendió la luz, se vio al espejo y se sacó las lagañas. Se sentó en el inodoro y trató de pensar qué le tocaba hacer ese día. Trámites, compras, ir a la modista. Todo eso quedó en stand by, como su notebook, que abrió cuando salió del baño.
Conectó el MSN en modo invisible, no había nadie importante. Y claro, si eran las cinco y media de la mañana. Solamente los viciosos y las putas que se agregan solas aparecían en verde desesperado. Pensó en contarles la noticia, pero para qué, seguro no les importaría. Entró en sus cuentas de Facebook y Twitter y ahí, en bastante menos de 140 caracteres escribió una novedad que para muchos podría haber sido la más importante del año que estaba por terminar. Para ella no lo era, y ese twitt fue uno de los 3658 que escribiría hasta el día en que, aburrida, decidiera cerrar su cuenta. Uno más, como cualquier otro, como “Qué rico es el arroz Mocoví” o “Me comí un pozo. Quintela y la puta que te parió”.
Después, leyó los titulares del Independiente.com y se preparó un café. Mientras caminaba se desperezaba, bostezaba, y se rascaba el ojo izquierdo. Qué bárbaro, che, menos mal, se repetía en voz baja. Estaba sola, desde hace años, pero lo mismo hablaba casi susurrando por toda la casa.
Se sentó frente a la computadora otra vez y escribió en Facebook: “Me salvé de ir al super, de cocinar, de ir a la modista, de armar a los pedos el pesebre y el arbolito, de limpiar la casa. Menos mal.”
Aquello no pasaba todos los años. La verdad siempre fue que a ella no le gustaba la navidad, era un plomo, cocinar para la familia, poner la casa, siempre ella. Siempre ella porque era la que mejor hacía las tortas, siempre ella porque su casa era la más grande. Y había que disponerse para mantener las apariencias.
Baldear los pisos, plumerear las telarañas, buscar en el depósito ardiente las figuritas del bebé enorme y sus padres diminutos. Era un pesebre viejo, que le regaló su abuela una tarde, cuando todavía creía en dios.
Arrancar pasto del patio, sacar las copas de vidrio del mueble del living. Comprar vino, papas fritas y maní, Paso de los Toros para su hermano, esa mezcla horrible que se hace llamar Coca Zero y otros derivados ficticios de adelgazantes para varios sobrinos. Cargar nafta y buscar, primero, en la modista, un vestido que mandó a agrandar para su hermana que estaba cada vez más gorda, y más tarde, en el lavadero, el mantel tradicional que su tía le dejó en herencia y que su madre exigía anualmente estuviera sobre la mesa dulce. Comprar luces para el arbolito, armarlo.
De todo eso -sonrió frente al repaso-se salvó. Se había librado, milagrosamente, por primera vez en su vida de soltera independiente de organizar la cena de Nochebuena. Ni hermanos, ni cuñados, ni sobrinos ni sobrinonietos. Nada. Nadie. ¡Por fin!
Tenía suficiente nafta en el auto como para ir hasta la heladería. Arrancó, pidió dos kilos: crema del cielo, limón, chocolate amargo, pistacho, higo y sambayón, esos que a nadie le gustan pero a ella sí. Pasó por un almacén y compró un paquete de salchichas, unos panes de viena y mayonesa. La cena estaba lista.
Al volver, puso el helado en el freezer, las salchichas en la heladera y se acostó otra vez.
Más tarde, reinició la computadora y entró al Face. Su muro estaba repleto, si se puede decir repleto –tenía 73 amigos-, por condolencias y sentidos pésames. Abrió el Twitter y releyó: “Mamá murió esta mañana. Navidad no será lo mismo”.
A.V 31/12/10
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