martes, 1 de febrero de 2011

Reposo


Cuando mi madre, enferma hace dos años, cerró la puerta y cojeó hasta la cocina, dije para mis adentros que no. No quería ver la luna, mirá qué redonda que está. No. No me importaba la luna, ni las florcitas de afuera que qué lindo crecen, ni saber qué hizo Valentín, el nenito de Doña Laura, en el acto del jardín. No quería probar los fideos con salsa rica que estaban recién servidos. Tampoco quería ver la película que iba a empezar a las doce, sentaditas en el sillón ni comer esos bombones de nuez con dulce de leche y coco que siempre me pedías cuando eras más chica.
Yo amaba a mi mamá. De verdad. Pero estaba cansada. Agotada. Harta de remedios, recordatorios, agujas, algodón, alcohol y sueros. De los gemidos tras las paredes. Del sonido hueco del bastón sobre las baldosas flojas. Del olor a hospital sucio en mi propio baño, mezcla de lysoform con raid para las moscas. De oscuridad las veinticuatro horas para que ella pudiera dormitar en cualquier momento. De ocultarme, de que nadie pudiera visitarme, de que nadie entrara a la casa salvo Doña Laura y el Doctor Martínez.
Ah…el Doctor. Yo armaba el bolso todas las noches, una remera por vez. Un par de medias un día, otro al siguiente. Por la culpa. Estaba exhausta, necesitaba irme pero todavía no conseguía juntar fuerzas. Y el doctor parecía darse cuenta de mis intenciones. Había llorado.  Había ahogado mis lamentos contra la almohada, la había mordido y había gritado cubierta con colchas. Tenía los ojos hinchados y  dolor de garganta. A ver, dijo el doctor apenas me vio, al abrir la puerta. Hizo que abriera la boca y me examinó con una linternita. Hizo que respirara profundo y escuchó mis latidos. Te hace falta sol, pero no salgas, hacé reposo. Dijo las últimas dos palabras como al pasar. Él no podía creer siquiera que reposo era algo que yo pudiera hacer con mi madre en ese estado. Pero a mi me gustó que el doctor me observara, aunque sea la garganta roja y con placas, visto mis ojeras profundas y humedecidas. Fuerza, me dijo él. Y me sonrió mientras se incorporaba, con ese perfume que sólo a él se lo había olido.
No puedo irme, pensé esa noche. Saqué la valija de debajo de mi escritorio. La escondía ahí. Mi mamá no podía agacharse, pero uno nunca sabe. Abrí el cierre y me di cuenta de que estaba casi lista. No faltaba más que la Virgen.
Soy Matilde. Por ese entonces tenía veinte años. Los había cumplido hace un mes, sin fiesta. Sin torta ni brindis porque un día antes mi mamá había tenido una recaída que le duró una semana. Por poco, ninguna de las dos nos percatamos de la fecha. Pero Estefi, la única amiga que había ido a mi casa en estos dos últimos años, tocó la puerta ese día.
Estefanía era una chica alta y muy delgada. No era linda, pero tampoco tenía mala suerte con los hombres. Tenía un gusto particular por el morbo, y aunque haya sido echada a los gritos por mi mamá, todavía le daban ganas de pasar a visitar. Seguro elegí un mal día para ir esa vez, se excusaba cuando le preguntaban qué había pasado. Llegó con un regalo: un calendario. Era marzo. Para que no te olvides en qué día vivís, boluda, dijo. Y rió. Con una risa de mujer grande y fumadora añeja. Rió sola y el sonido rebotó en el living que estaba a punto de derrumbarse, reverberando entre los platos y copas de plata colocados como premios sobre el mueble. No le importó que a nadie más le hiciera gracia, porque siguió riendo. Respiraba como robando aire, atragantada, y seguía.
Quizás invadida por un repentino sentimiento de culpa (nunca lo tenía, y eso era lo que más odiaba yo de ella) mi madre buscó plata en su ropero y nos obligó a ir a buscar un budín inglés y una coca.
Estefi nunca se salvó de las críticas de mi mamá. De hecho, nadie, salvo Doña Laura –madre soltera de ese hijito insoportable - y el Doctor Martínez –hasta ahí, porque no viene nunca- había sobrevivido a las despiadadas burlas y denigraciones de mi mamá. Al principio, las decía por el pasillo, en voz alta para que se escucharan, cuando yo estaba con alguna amiga en la cocina. Pero después comenzó a sentarse a la mesa con nosotras, y preguntaba cosas incómodas. A una, tímida y vestida hasta los dientes en octubre le preguntó si ya se la habían cogido unos cuantos. A otra, que en esa época se vestía de negro y tenía varios piercings en todo el cuerpo, le preguntó si el rito incluía no bañarse porque estaba hedionda. Así fue que mis amigas dejaron de visitarme, y de llamarme porque mi mamá también gritaba cuando oía el teléfono. Tampoco tenía amigos varones, y novio sólo tuve cuando tenía 15. En el camino, Estefi me preguntó por él.
Hacía mucho que no pensaba en Tomás. Él me había dicho que era “hermosamente interesante”. Él era lindo y algunas compañeras parecían alzadas. Eso me gustaba. Disfrutaba verlas odiándome cuando pasábamos de la mano, por el centro. Él las saludaba porque era un caballero. Pero yo nada más les sonreía, las miraba y lo miraba a él. Cuando ya habíamos pasado a su lado, le besaba el cuello. Ellas se morían. Qué bien la pasábamos con Tomás, pero éramos chicos. Y después pasó lo que pasó y él se alejó, por miedo, seguramente, o por precaución. Todo el mundo empezó a decir que mi mamá y yo éramos un peligro. Y me fui quedando sola. Después pasó lo de la enfermedad y ahí estaba yo, mirando la valija llena, casi lista para cerrarse.
En el centro, la valija tenía un espacio reservado. Base cubierta de medias y bombachas. A los costados, remeras, unos jeans y algún abrigo liviano –no pensaba irme tanto tiempo-. Ahí, al medio, iba la Virgen. Eran los últimos 23 centímetros por 7 de fe que me quedaban. A mano, dejé una camperita de hilo vieja, por si refrescaba a la noche.
Mamá estaba en la cocina, haciendo zapping, con el volumen altísimo. Tosía porque había estado vuelteando, con los fideos esos y el tuco, para mí. Quién la mandó a ser tan intrusa. Yo no quería comer, no podía tragar con la garganta así. Me imaginaba la escena que iba a hacer cuando viera que en media hora no iba para ahí. Que otra vez encerrada en mi pieza, que que salga de ahí, que no veía que se estaba muriendo y quería pasar sus últimos momentos conmigo. Que me había cocinado. Y otra vez: que qué linda la luna, las florcitas y Valentín.
Resolví no irme esa noche. Sería cruel. Ella no tenía sueño porque cocinar la había encendido, así que no se iba a dormir hasta bien tarde. Fui al baño a mojarme la cara. Me miré en el espejo. Mis ojos parecían salirse de sus órbitas, totalmente enrojecidos. Las lágrimas me habían extirpado de raíz las pestañas y debajo se me hundía la piel. Las ojeras me llegaban hasta la mitad de la nariz. Era un espanto. Pero no me importó. Ya se me iba a pasar. Necesitaba un poco de sol. Y reposo. Eso, reposo.
Volví a la pieza y cerré la valija. Puse sobre ella a la Virgen, paradita sobre la tapa. Me arrodillé. Me sequé la cara con los dedos. Junté las manos, me mordí los labios con fuerza. Mientras sangraba y las gotas caían desde el borde de mi mentón, recé. Mucho, y le pedí con fe, con mucha fe. Que si quiere llevársela, Virgencita, lleveselá. Cuanto antes mejor, pero que por favor, por favor, que se arrepienta. Que no se vaya sin culpa, sin remordimiento. A papá le hicimos eso por hijo de puta, porque a mí me trataba mal y a ella le pegaba mucho. Pero ella lo mató con maldad. Le escupió y lo maldijo muchas muchas veces para que no se fuera al cielo. Virgencita, no era así como lo habíamos pensado. Ella hizo que pareciera que nos había atacado pero fue ella. Le hizo mucho daño. Él dormía. Es mentira que me tocaba, si yo lo quería un poco a mi papá. Virgencita haga que se arrepienta, y perdonelá por favor. No quiero que se vayan al infierno. Yo los quiero. A los dos.
Esa noche, seguí mordiéndome y repetí eso muchas veces. Cuando terminé, me levanté del suelo. Busqué algodón, alcohol y limpié el piso. Abrí la valija y guardé a la Virgencita, después de un beso, entre medias y remeras.
                                                                                              
                                       A.V 30/01/11






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