Se rasca la nariz apresurado. Mira hacia los lados y con cada movimiento sus latidos se calman. Despacio. Pequeñas dosis cargadas de vejez caen sistemáticamente desde la bolsa del suero, recorren la fina manguera y se internan para siempre -un día, o dos como mucho- en su torrente sanguíneo. Son dolores de espalda, de cintura y mareos desestabilizantes, son rasguños de garganta y penas encorvadas, en gotas, en minúsculos centímetros cúbicos líquidos.
Juega con sus dedos mientras escucha el peso de las lágrimas muertas al nacer tras la puerta de la habitación. Desearía que cesaran, pero no lo hacen. No es él a quien ellos quieren salvar. Sigue jugando: el índice con el gordo, el anular con el meñique. Cada tanto se pregunta porqué será, pero al instante logra agarrar ese pensamiento inútil con la otra mano y amasa la molestia, la pulveriza con fuerza y la deja caer, como rocío sobre el suelo.
Huele el perfume a lavanda en las sábanas que se mezcla con el olor a sopa derramada por él mismo, bajo su boca temblorosa y sobre su pecho débil. Observa la respiración de su cuerpo, lastimosa y febril, que baja profundo y sube con temor.
Percibe un sudor helado entre los dedos de sus pies que baja de repente hasta sus talones y moja el algodón de las sábanas. Y otra. Y otra más. Cada vez más rápido, y ahora transitan por sus piernas agotadas. Desde su frente se desprenden otras y recorren su piel ajada, su cuello agrietado. Llevan el calor de una siesta de verano sin sombras ni vientos. Las veredas y el asfalto ardientes bajo sus pies, el sol penetrando intensamente su cerebro y el dolor en sus ojos que no puede abrir por el brillo hiriente de la luz.
Busca aliento en su boca y apenas encuentra una lengua reseca y unos labios resquebrajados. Emite un quejido imperceptible, inservible, como yo-piensa y se corrige-como ellos.
Prueba gritar y no puede. Tampoco puede articular una sílaba. Un ruido sordo es empujado por su diafragma inútilmente.
Un golpe en el pómulo negro del joven, primero. Luego otro. Escupe sobre la sangre en el piso. Grita amenazando con picana. Le muestra la muerte arrastrada cuarenta metros más allá. Y el otro, nada. Silencio y sangre que chorrea por su frente, por sus ojos, por su nariz y cae.
¡DECIME, MIERDA!- levanta la mano mientras vocifera. Y da el puñetazo, con fuerza y decisión. ¿Quién más? ¿quién más?
El chico lo mira con la presión del sol que lo encandila. Y no dice nada. Otra piña. En el ojo. Y otra, en la boca. Una patada y cae. Otra puñalada en el estómago y el aire se evapora, sube, desaparece, se va, se va, se va.
Inspira y despierta. La enfermera entra y cambia el suero. Ya no escucha lágrimas. Pero el policía sigue tras la puerta.
Condenado a morir, como el chico, como el chico.
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