Desde "Mariana" de Carolina Rivas.
Se despide por quinta vez en la semana. Pero ésta no es como la del martes, el jueves o el sábado. Ni como la del resto de los días. Se despide como hace un mes, como hace un año, el verano pasado. Y tampoco llega a ser del todo como en aquel entonces, porque él sí se queda solo al final de la película, pero ella no.
Le dice que ya está. Que está cansado de verla y verla lejos, aunque esté ahí, su cabeza sobre la de él; sus piernas contra su oído. Sus manos agarrando las suyas con mucha menos fuerza que el miércoles, el viernes o el domingo. Respira entrecortado, como hacen en las novelas. Pero no lo hace de actor amateur que cree ser, sino porque los guionistas saben perfectamente bien que el dolor petrifica la saliva, y el esternón, huesito miserable y baldío, pasa a obtener protagonismo, siendo pared del musculito infernal que bombea sangre con pulso no acelerado, tampoco mortuorio, ni estable. Más bien, con pulso a desgarro, qué se yo.
Ella lo mira, como hace un año, cuando hacía calor. Y hoy hace calor también, pero está oscureciendo y un vientito corre, que ese día no corrió. Y hoy también, ella puede escucharlo, respetuosa y en silencio, verlo vomitar su catarsis esta vez sin guion alguno, desahogarse aunque tenga el odio atragantado en la laringe; y raspe. Lo mira sí, pero baja la cabeza. Sostiene su teléfono, rogando que no le contesten un mensaje que haría que a él lo atravesaran ráfagas de ira. Y lo oculta, pero no lo guarda en su bolsillo. No quiere que él lo vea, tampoco que vibre en mitad de la catarata discursiva, ni que se cuele una canción melosa que le avise que el otro, también está, de alguna forma, metido en su monólogo.
Él repasa, como fallo judicial, los considerandos. Trata de darles un orden cronológico pero le cuesta tomar aire. Enumera las cosas que hizo por ella, desde la primera salida. Y antes también, cuando eran amigos en común de otros amigos y él le prestó ese poulover. Ella sonríe porque le da gracia la anécdota. Y él se ríe también, un poco para relajarse y otro poco para verla sonreír por más tiempo. Pero la ternura dura poco y él se acuerda de la foto en la que salen ella y el otro: él mirándola de reojo, con esa paja de recluido perpetuo, y ella acomodándose el escote en V de ese puto poulover blanco que terminó regalándole.
Y se le atraganta el mundo otra vez. Y ahora tiene tu foto de guardapolvo blanco, del primer día de escuela, que me mostraste del álbum de tu vieja, la tiene en su facebook- escupe él entre dientes.
El estómago se le retuerce como si no hubiera comido desde hace días. Y las imágenes lo golpean como peleándose entre sí para ver cuál provocará mayor efecto. Él quiere que sufra, que se arrepienta, y que no vuelva, que no le hable, pero que en una semana le mande un mensaje, uno de los eh, nos juntemos. Y él decirle que lo superó. Que está todo bien. Que su psicólogo le recomendó tomar distancia y que es mejor para los dos. Quiere que ella se quiera matar. Y se deprima. Pero sabe, y lo sabe bien, esa es la imagen que define la guerra, que ella no hará nada de eso; es más, se quitará de encima el peso de un enfermo.
La ve. Desnuda cerrando las cortinas y el día aclarando. De noche, bajándose del auto. En una silla de caño, en el patio. En la plaza. En la peatonal, al frente de la biblioteca. En Córdoba. En la placita de San Telmo. En la línea B, en la 2, en la 214. En la terminal. Cierra los ojos y siente que todo, estómago,esternón, corazón, laringe, garganta, labios, todo, se destruye.
Y se quiebra en la herrumbrada hamaca roja del patio de su casa. Quita las manos de su cara. Toma bocanadas de aire caliente. Y no la ve porque no está. Porque acaba de terminar de fantasear con la despedida que sabe que nunca hará. Y ya es de noche.
A.V 22/01/11
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