7. Era el séptimo. Los demás se habían ido, entré cafés de mañana, y besos de callejón.
Recién comprados, habían descansado en el paquete, juntos, sólo por dos minutos. Uno a uno fue saliendo, para calmar los nervios, la espera, la culpa.
La fresca brisa los motivaba, los encendía más, y de a poco se iban llenando de calor acumulado. Los labios apenas se separaban, y la boca dejaba salir la seducción voraz de los recuerdos abandonados.
El ardor iba creciendo al ritmo de las miradas, sobre una mesa. La piel se erizaba. Y la respiración se agitaba, entrecortada, del mismo aire, compartido, en la intimidad de un rincón. Como susurro entraba el humo a sus bocas, unidas de vez en cuando. Los invadía con su sabor a casualidad atropellada.
Las puertas se abrieron, las cortinas se cerraron, las ropas se rasgaron con aire a traición. Hicieron el amor con gusto a pucho. El paquete, sobre la mesa de luz. Se miraron poco, casi nada. Fumaron los dos, desnudos pensando en la nada misma.
Sonó el teléfono, fue hasta la cocina. Un mensaje. Leyó y dejó las cenizas en ese cenicero viejo, ese souvenir del avión.
Lo encontró fumando, y él le sonrió. Ella no. Sólo dijo “ya viene, vamos”. Se vistieron como pudieron, con el sudor en sus cuerpos y se besaron apurados. Y el paquete volvió a su bolsillo, no sin antes largar otro pucho.
Corrieron por el pasillo. Las llaves. Ella corrió hacia la mesa, tomó las llaves y dejó el cigarrillo, sin apagar, en aquel recuerdo del avión. Salió atosigada, cerró la puerta, y escapó abrazada.
Era el número 7. Las cenizas del quinto y sexto lo esperaban a cada lado de la cama, sobre las mesas de luz. “Dejé de fumar” había dicho en ese avión, cuando se embarazó de su primer hijo.
AV 24/04/09