martes, 29 de noviembre de 2011

Autoretrato del 2do año en LP



   Agregué a la lista unos fideos con verduras varias y pechuga cortada en cuadrados pequeños. El error fue el casancrem.


    Empecé análisis y vivo con más grises, o más bien, trato de llegar a vivir lo más gris que pueda y me esfuerzo día a día por llegar a esa sombra de los extremos más lejanos. JAJA. Se supone que tengo que hacer lo que tenga ganas. Eso está muy bueno. Es indicación psicoanalítica, qué tanto. 
    Empecé taller acá. Ya no empiezo por los finales; empiezo cuatro veces, escucho al texto. Igual soy un mal alumno.
    Digo casi 200 palabras por semana en portugués. Obviamente repito 10 o 12 las 10 veces para llegar al índice. Las más comunes son: "meu coração não sei porque".


     Corregí un promedio de diez trabajos prácticos por semana con tinta roja hasta agosto. Después perdí la lapicera y corregí con verde y puse más MB, algo habrá tenido que ver que quedaran menos chicos. Después se me acabaron las lapiceras negras: una bic y una de Franja Morada que se quedó sin ganas antes del fin; por lo tanto usé la verde para los apuntes y encontré la roja. Durante las clases hablé poco, intenté ayudar en algo y sólo al final me sentí útil. 


     Cursé Historia Argentina, llegué a varias conclusiones, pero como quiero estar tranquilo no las pienso demasiado. También cursé algo más que ahora no me acuerdo, no debe haber sido tan importante.
     Ahora me acordé y fue metodología. Sólo a vagos perfeccionistas como a nosotros se nos hubiera ocurrido trabajar con un ciclo de charlas. Ajam, todos los jueves anotando quién entraba, cómo era, bla bla bla. Aprobado. Promocionado.


     Me enamoré de una blogger que a los cinco posteos se puso de novia con una chica. Me gustó más. Viví la estúpida y patética insensatez de escribirle un mail (y no mandárselo). El asunto era: "mirá nena"; pero el pibito (léase changuito) fui yo y no se lo mandé nada.


    Volví a concluir que pocas cosas son mejores que internet. Quizás Cuevana, pero es como el queso y la pizza. Y la compu, o sea la vaca. 


    Pasé horas y horas en frente del Audition editando separadores de 23 segundos. Lo más triste fue darme cuenta de que disfrutaba aquello de sobremanera y que el tiempo se iba justamente en lograr que se percibiera todo perfectamente. En el estudio nadie escuchaba nada, el volumen estaba muy bajo, o la música pisaba todo balance ecualizado que hubiera hecho. 
   También me puse nervioso frente a un micrófono. No era el del karaoke por supuesto. Era el de radio y resolví que lo mío es, justamente, hacer separadores.
    Cursé Audio I y me dieron ganas de probar con algunas tomas. Encontré VIMEO y quise cambiar de carrera.


    Escuché 3 óperas, la última ayer, que duró 4 horas y media. Es lo más lindo de esta ciudad. También entendí por qué vamos tantos hombres a ver ballet (de todas formas, no encontré muchas en FB, no tienen vida).


    Cursé psicología y me fascinó pero terminé peleado porque te obligan a hacer un trabajo final en el que cada frase, y hasta cada sustantivo adjetivado es una patada voladora a cualquier cosa que se aprecie de ciencia. Entendí que la Facultad consiste en boxear a las teorías que pensaron hombres y mujeres durante toda una vida, sin que te importe y con la esperanza de promocionar e irte a tu casa.


    Leí pocos libros. Eso me da culpa, ponele. De todos, me acuerdo de uno de Saramago y otro de Faulkner. Ahora uno prestado de Duras. Leí varios para Textos II bastante insulsos y les discutía algunos párrafos. Mi ego literario crecía y decrecía hasta lo más profundo dependiendo los blogs que encontraba y los cuentos que aparecían por "la interné".
   Conocí más gente, pero sigo quedándome con la del primer año, salvo por algunas buenas excepciones con saltos de tonos en sus voces. La conversadora mesa de radio fue genial.(Ahora que lo pienso más, sí conocí gente genial y me pongo contento mientras repaso).


   Vi stand up con las actuaciones de la mitad del staff de FM Metro. Y me reí en vivo y en directo, comiendo pizza y desde la primera mesa.


    Tuve mi primera vecina amiga y le envidié el departamento.


   Encontré, gracias a personas que nunca olvidaré por ello: el comedor del Banco Provincia (significado: comer en platos de verdad, con cubiertos de verdad, sin tener que levantar la bandeja, por muy poca plata); pizza libre a 18 pesos -ahora está a 23 y no me cae tan bien-; un cuchitril al frente de un ministerio a 3 cuadras de mi casa: barato y -no vamos a decir qué riiiiiico pero- aceptable.
    Fui al gimnasio, crecí y decrecí con cada ida a La Rioja. Volvía y me enfermaba o tenía exámenes, lo que es más o menos parecido.


     Pasé la mayor fiebre de mi vida, en mi pieza,solo, de noche y con el caloventor al mango. Una de esas noches, deliré. Le dije a mi mamá, a la mañana siguiente por teléfono, que una mujer rubia del Teatro (?, vino a darme una pastilla que me mejoraba pero no me dijo qué pastilla!! Y mi mamá me decía "está bien".


    Escuché música que no tengo en el celular. Fui a un recital impresionante con mis primos, nos llovimos y nos conocimos más.
    Odié cuando se dejó de escuchar Radio Metro por el celular y descubrí que cada 2 cuadras se puede captar más o menos bien la Rock&Pop y la Blue. Me angustié porque las radios platenses son malísimas, pero se salva Provincia y su música.
    Me subí al micro que hace el recorrido por La Plata y me enteré de muchas cosas.
    
    Conocí más de Buenos Aires, entré a la Biblioteca Nacional y pedí un Clarín de Mayo del 68'. Cuando salí, cuatro horas después, había llovido, se habían caído árboles, y de Recoleta salía un vapor que te hacía volar (algo tenían esas páginas). 
    Juré casamiento cinco veces en San Telmo, pero las francesas no me escucharon. 


   Busqué departamento. Bah, vi cinco o seis, por afuera nomás, que aparecían en los clasificados digitales de El Día. Aprendí a mirar para arriba.


   Nació la primera bebé platense que vi crecer desde la panza. 


   Me desencontré por segunda vez con Mariana Enríquez, pero una amiga me regaló su último libro autografiado ("Me acuerdo de vos, riojano").
   
   Me enojé varias veces. Casi siempre con los trabajos finales. Igual, no grité ni anduve haciendo espectáculo; solamente se me destruía el hígado.
    




Murió el Tincho.


    En la pensión siguió viviendo el Gordo. Al lado de mi pieza, del lado del durlock, hay un chico que no ronca. Del otro lado, vive un colchonero que tiene más novias que noches la luna -según él-. PUSIERON INTERNET COMO LA GENTE!!!!
    Vi un choclo hervido, con toda su dentadura completa, en el inodoro del baño de afuera y me pregunté con qué estaba viviendo.

   Viví los últimos días de noviembre en la nube que es esta ciudad para esta época.

    No vi a Fito Páez ni una sola vez. Vi a Aca Seca. 
    No fui a muchos boliches. Fui a una atestada fiesta en un centro de estudiantes y vi a una chica ser literalmente aplastada por la masa fiestera.
   Amigos de LP conocieron a amigos de La Rioja, y fue como ver el Facebook haciéndose realidad.
    Sigo queriendo aprender francés. Sigo soñando en irme a vivir allá y acostumbrar a una nativa a bañarse todos los días. Sigo queriendo envejecer con una parecida a Mélanie Laurent.

    
    
   También fui feliz. Pasé una noche de la mano y fui más feliz. 
   Después me dio miedo y volví a ser yo, así nomás, inhóspito y pensante.
   Y pasaron el tiempo, los meses, las estaciones, las hojas de los tilos, las alergias, y las boletas y propagandas electorales, las sonrisas forzadas, los cantitos, el empapelado de muchos colores.
    Llené otra vez la caja de fotocopias que no quiero tirar.
    Pasó mucho y pierdo la memoria.


   Fue lindo, qué sé yo.
   Todavía no sé si quedarme con el 3822 o el 221. Me entretengo comparando las posibilidades. 




                                                                             A.V  29/11/11



Nota: Feliz cumple a Dai, la que creo fue la primera amiga que técnicamente vi antes de empezar las clases en febrero del año pasado y al día de hoy sigue invitándome a tomar una cerveza a la placita. 




viernes, 18 de noviembre de 2011

Barbaridades (en tono de Trabajo Final)



Que se escriban solos los conceptos, 
que se embarren, que se estiren, que se toquen.
Que se mezclen y se anuden, que se rompan, 
que transpiren, 
que sangren.


Que se golpeen. Que se tiren de los pelos. 
Que se retuerzan: 
Freud, Castoriadis, su señora esposa y los enunciados identificatorios;
que festejen, que se alcoholicen, que se desnuden.


Que se enfunden en alfombras tibias. Que se mojen. Que se muerdan.
Que brinden, que sigan bebiendo y se atraganten.
Que se griten. Que se escupan.
Que apaguen algunas velas, y que jueguen con las que quedan encendidas,
que dejen caer la cera ardiente sobre sus agotados cuerpos 
y aúllen como perros.


Que agoten sus gargantas en carcajadas oscuras, y se burlen. 


Que vomiten.


Las salivas mezcladas, los conceptos, los autores, 
el mundo, el hoy y el antes de ayer, que se fundan, todos,
en una bilis catártica 


e inunden, sin hedor ni pelusas de tiempo,


cada virginal hoja de word,
                                              tamaño 11, interlineado 1.5




Y vuelvan a morir.




                                     A.V.  escribiendo#trabajodePsicología
                                                                                           18/11/11


¿Qué? ¿A caso no le llaman a ésto "sublimar"?



viernes, 11 de noviembre de 2011

Misma astilla


Detrás del escritorio y el hombre hay una pared revestida de empapelado viejo y marrón madera que alguna vez fue elegante. De un clavo casi imperceptible cuelga un cuadro, grande, con marco de plata y vidrio astringentemente limpio que cubre la fotografía en blanco y negro autografiada de un hombre alto, que sonríe soberbio, saludando con una mano y empuñando un palo de golf con la otra.
Sobre el escritorio, está abatido en sus codos el hombre. Acaricia nervioso su cabeza, engrasando los pocos cabellos que le cuelgan a los extremos. Está agotado, oprimido. Tiene los pies suspendidos en el aire y los balancea golpeando las patas del sillón vencido. Su saco gris permanece pegado a su cuerpo gordo, su camisa está húmeda porque hace calor y no funciona el aire acondicionado. La ventana está cerrada. El olor a habano endulza con su perfume el despacho y eso perturba más al hombre: el Señor Cifras pasó por ahí la semana pasada, encendió el cigarro importado -de contrabando- y dijo sin rodeos:
-Estamos mal, Aníbal. Estamos mal.
Aníbal entonces, hizo números. Llamó a quien tenía que llamar hasta que todos le cortaron el teléfono. Insistió. Envió e-mails. Pero nada. Se le cerraban las puertas. Y el olor insoportable le contaminaba los pulmones.
Entra Sara, la secretaria, dando un portazo y despliega algunos informes sobre el escritorio. Un portarretratos con la fotografía de la hija del hombre cae al suelo y a nadie le importa. La mujer se abalanza sobre la mesa y lo mira; se inclina por sobre su cabeza y abre los labios, toma aire y habla. Sus brazos se tensan y la catarata verbal se acrecienta. Última vez, última vez, repite y mueve las manos; toma algunos papeles, los hace un bollo y los arroja contra todo lo que hay en el despacho. Acierta a una lámpara, a otro portarretratos con otra foto familiar en la que el hombre sonreía, a una escultura horrible de plástico que le habían regalado, voltea todo; golpea el escritorio con el puño y repite el discurso. Señala el cuadro y continúa vociferando. Lo señala y amenaza con romperlo también. Aníbal siente un dolor en el pecho cuando la mujer dice aquello pero no puede mirarla.
Aníbal cierra los ojos. Respira profundamente intentando intercambiar los olores. La fragancia de la colonia de Sara es espantosa pero la prefiere a la del habano del Señor Cifras. No dice nada. Sólo asiente y espera a que Sara se retire dando otro portazo y su perfume permanezca un rato más.
Cuando la secretaria abandona el despacho, comienza él mismo a patear las pocas cosas que quedaban de pie allí dentro. Transpira y sus cabellos resbalan de un lado a otro en su cabeza. En un vaivén, tira todos los papeles del escritorio al suelo, quita los cajones de sus lugares y también los lanza lejos. Empuja el escritorio hacia una de las paredes laterales, cerca de un mueble donde solía guardar las bebidas. Patea el sillón que pierde una ruedita de una pata. Golpea el teléfono. El monitor de la computadora cae y un ruido seco contra la alfombra indica que ya no será útil.
Quedan ahora ellos dos solos. Uno frente al otro. Aníbal se deja caer en el suelo y toma sus rodillas con las manos, como un niño. Lo mira fijo. Donde debió haber estado el sol esa tarde de almuerzo en Pilar, esta mañana hay un brillo que llega directamente de la ventana cerrada en el despacho de Aníbal. Se iluminan los ojos oscuros del hombre del cuadro. Se pueden ver mejor sus dientes blanquísimos y sonrientes, y hasta podría decirse que el hierro 7 también centellea detrás del vidrio.
-No sé qué pasó. Necesito explicaciones- Aníbal habla suave y lentamente, tratando de controlar el llanto-. No entiendo.
Pasa su mano por su rostro, y baña su frente en sudor. Se agita, la presión le juega una mala pasada y comienza toser, por las dudas, como se lo indicó el médico.
Hago todo. Todo al pie de la letra. Todo- prosigue, agotado; pero parece recordar algo y sonríe-. Hasta hablo como usted- lo pronuncia exactamente igual: acentúa la primera sílaba de cada palabra-, pero nada, no encuentro respeto en ningún lado. Ella lo tuvo más fácil, usted sabe. Una mujer…-se cansa y espera para continuar-Una mujer es distinta a uno. Yo ya no sé cómo hacer.
Una lágrima que puede ser de sudor, o una lágrima de dolor se impregna en el puño del saco cuando Aníbal lo acerca a su nariz. Se percata de esto y aparta con violencia el brazo de su cara. Mira el cuadro. Intentaría una disculpa pero no la siente. Honestamente, no la siente. Se lleva el brazo nuevamente al rostro y lo enjuga secándose toda la cara.
Recuerda esa tarde. Habían almorzado todos juntos, todo el partido reunido alrededor de una larga mesa. Él, él con mayúscula, hablaba; ellos, minúsculos, escuchaban en silencio, sin atreverse a tocar los cubiertos. La comida se enfriaba. Era una prueba de fuego. Más tarde Él jugó al golf y Atilio, el fotógrafo del partido, inmortalizó el saludo que ahora cuelga de la pared.
-No nos acompañan. Es el final del ciclo. Le pediría disculpas, pero fue usted el que mintió primero. Usted, con este saco. Con éste.
En un arrebato de furia se quita el traje, lo hace un bollo y lo lanza lejos contra el sillón, se rasga la camisa transpirada y la tira hacia el otro lado. Su pulso se acelera y tose. Vuelve a caer arrodillado al suelo, el piso tiembla.
El clavo cede. La tanza transparente se corta y estruendosamente cae el cuadro, con su marco de plata. Y el vidrio estalla. La fotografía comienza a doblarse sobre sí misma, como si hubiera estado conteniéndose por todo ese tiempo.
Aníbal mira la escena espantado. Una señal. Busca sus pantalones, y una remera en un pequeño cajón revuelto. Mira la foto. Lee por última vez la firma. Se despide.
-Papá-dice por fin, y cierra la puerta de un portazo. La corriente sorprende a Sara que mira anonadada a su jefe, el hijo del padre, que camina decidido-. Adiós.
Afuera está caliente, pero se respira el placentero olor a pegamento ajeno. La campaña terminó.


A.V. 11/11/11
Cuento para Trabajo Final de Textos II


lunes, 7 de noviembre de 2011

1. Cría cuervos


No preguntó al chofer cuánto costaba el trayecto hasta la Plaza Principal, ni mostró su credencial, directamente pagó el boleto más caro. Tampoco agradeció cuando una mujer joven que hablaba por teléfono le cedió el lugar. De todas formas se bajará pronto, pensó. Simplemente, se dejó caer sobre el asiento, colocó su portafolios -con su obra de arte dentro- sobre sus piernas, lo abrió y extrajo una carta. Disfrutó al sentir la cosquilla que hacía borde mal cortado del sobre y leyó las letras de tinta azul.
Una ventanilla estaba abierta y hacía que el papel intentara escapársele de las manos, ya débiles, ya inservibles. El viento lo hacía perder el hilo, por lo que retomaba la lectura siempre desde el principio. No hacía muecas. No eran necesarias, nadie lo miraba, nadie podría contarle nada a nadie. La tarea debía ser limpia y para nada sobreactuada, no hacía falta hacer de aquello un circo.
Leyó la firma. No apretó la carta contra su pecho, no la posó sobre sus labios, ni siquiera rozó una vez más las arrugadas yemas de sus dedos contra el reverso del papel para sentir el enojo incontenido de su hijo. Solamente volvió a colocar la carta en su sobre y abrió un poco más la ventanilla. Nadie se quejaba por el aire helado que entraba. A nadie le molestaba nada.
Acarició su obra maestra. Cable por cable. Apenas era visible la luz roja. Calculó las cuadras. Miró las copas de los árboles y comprobó que no había demasiado viento afuera, pero sí el suficiente para hacer llegar el sobre a la vereda. Y luego. Y luego…

Volvió a mirar dentro del portafolios. Todo estaba listo. La carga estaba conectada. La luz nítida. Su mano firme en el interruptor. Sostuvo el sobre hasta que se decidió a soltarlo, cuando el colectivo dobló la esquina. La casa del desagradecido se veía sorprendentemente abandonada. Repasó los metros que faltaban.
El chofer frenó, algo brusco. No había una parada en ese lugar. Era mitad de calle. Nadie miró nada. A nadie le importaba nada. La puerta corrediza se abrió y subió un hombre joven vestido con un traje marrón. Rengueaba, fingía. Se burlaba. Alguien se levantó, caminó hasta la puerta y bajó. Él giró para ocupar el asiento, pero se detuvo. Empuñaba un arma. Tampoco hizo espectáculo. Ajustó el silenciador al cañón con precisión. Simplemente, disparó. Su padre murió sosteniendo el interruptor, esperando el momento indicado, en su último intento por ser ejemplo. 

                                                           AV. Algún día de octubre 2011.


Foto de Noelia Torres "A Secas"

martes, 1 de noviembre de 2011

Eso que fue lo más feliz de la infancia

 Entré al Coro de Niños un día muy caliente. Pasé a la sala, había una silla negra, un teclado y estaba Viviana. Me pidió que cantara. Ridículamente había empezado cantando un bolero, siempre famoso, y más por esos días hecho pop espanglishado.
    No sé si Vivi dijo "ajam" o se sonrió, o algo. No sé nada, sólo que hacía mucho calor y transpiraba la remera con la espalda pegada a la silla. Mi papá me esperaba en la sombra frente a la Plaza 9 de Julio y cuando volví al auto, subí contento pero nunca pensé que había entrado en el más feliz de los futuros.
   El Coro de Niños Cantores de La Rioja es eso: felicidad. Orgullo. Trabajo, ensayo, mucho ensayo. Es alegría y son amigos, todos. 
   El coro es, para mí al menos, esa casa frente a la Plaza y su ventana y alféizar, sus escalones, la sala de ensayo y la barra de ballet. Es el reloj esperando el recreo largo. Son las piezas vecinas que había que tratar con cuidado y que daban al patio. Es Huguito Casas saludando sentado en la ventana porque siempre llegaba primero que todos; es después, el helado con Lu Chirino a las tres y media escapando de la mirada del Director.
   Y es eso, desde ahí. Su gente. Andrés, su cariño, su trabajo, sus chistes, sus discursos a las 6, los retos, las reflexiones, las sorpresas. Es Andrés contando que íbamos a cantar en el Teatro Colón y sus dedos explicándonos que era uno de los cinco mejores teatros del mundo. Que ahí íbamos a cantar y que teníamos que trabajar mucho. Muchísimo.
   Es Viviana haciendo de nosotros pequeños cantantes, vocalizando todos los días. Es ella dirigiéndonos en el Aleluya de Haendel, y enseñándonos inglés con los Negro Spirituals una y otra vez. Es Vivi arreándonos después del Recreo. Es su recibimiento alegre en el Coro de Jóvenes.
   Es también Mariela, Alfredo y Miguel. Músicos que tenían que aguantarnos y terminaron siendo grandes amigos nuestros. Como esa vez, perdidos en Logroño con la pianista del Ave Verum y llegando tardísimo al colectivo que nos esperaba. Alfredo con su cariño enorme y guitarra dispuesta. Y Miguel con su paciencia. 
   Somos nosotros, los de mucho antes, los de ahora y los que vendrán. Yo me acuerdo de Las Fonderas, ese grupo dorado de voces enormes que ayudaban cada vez que podían, aunque ya hubieran dejado el Coro. O las Crazys, dueñas de los escalones. O nuestro Chaffven -¿así era no?- y otros grupos. Somos, en algunos casos, esos mejores amigos que no conocimos en otro lado, a pesar de estar ahora lejos o vernos poco.
   Son nuestros padres y las reuniones. Son su cariño, su trabajo incansable por conseguir cosas para los viajes, son las rifas, las peñas, las llevadas y traídas. Es la "tía Mary" porque creo que se merece un apartado especial, porque no hubo mujer creo yo, en la historia de este Coro, que haya llorado tanto y tan sinceramente con cada concierto, que haya cuidado de cada uno de nosotros, que se haya llevado en cada viaje la confianza ciega de nuestros padres, que nos cosiera los descuidos, que nos ayudara con la ropa, que pusiera alma y cuerpo en cada abrazo.
  Chilecito, Mendoza, Buenos Aires, Chile, España, Brasil. Eso también es el Coro. Es la inolvidable escena de la gente abriendo las ventanas cuando íbamos cantando por las calles, divididos en grupos y volvíamos a juntarnos, eran los dueños de los negocios acercándose curiosos a las puertas de sus locales. Son las plazas. Son los colectivos y sus primeros besos, y los viajes cantados -bajito de ida y a los gritos de vuelta-. Es el repaso del Amén con la Sofi Ottonello viajando a Buenos Aires. Es el avión despegando de Córdoba y varios gritos ahogados de emoción. Es cantar un 25 de Mayo el Himno, corriendo para no perder el vuelo en Madrid.
   Es "poneme bien la faja" y salir apurado a cantar. Son las alpargatas. Fue la camisa blanca, el chaleco naranja y verde, después beige, las bombachas de gaucho, primero el buzo blanco con estampado azul, después el azul con logo blanco, ahora el rojo. 
   Es la música cantada con esa mezcla lograda sólo por este Coro, de alegría, nervios y atención fiel a Andrés. La búsqueda de que todo salga perfecto.
   Es el Vals a Mi Rioja y su intro de piano; el Ave Maria de Camilo que sonó tan bien en esa Iglesia antiquísima de Yuso; el por siempre emocionante Stabat Mater; el Joshua; la clásica Calesita y el bueeeeeeno que se renueva; Caminito; y tantas otras canciones que los integrantes vamos recordando por la vida cuando suena un acorde nostálgico y decimos: eso lo canté con el Coro.

   A veces son las ausencias. Y un dolor tremendo.

   Es familia, ahora algunos Niños Cantores son padres y madres, seguramente con hijos Niños Cantores. Y así seguirá siendo, porque, como no me canso de explicar, no hay cosa más bella en este mundo que ser parte de un Coro de Niños, y mucho más del nuestro.
   En fin, hay mucha gente a quien nombrar, a quien agradecer. A todos aquellos que nos ayudaron a ser felices cantando, al público, a los otros coreutas, muchas veces más grandes, que nos miraban corretear antes de vocalizar en la actuaciones, a los otros Niños Cantores que conocimos en estos años y nos hicimos amigos, a los Profes. A Andrés y a Viviana por tanto, tanto, tanto. A los que fuimos y vinimos. A los que están y que vendrán.
   Disculpen los recuerdos un poco viejos y al mismo tiempo tan jóvenes para los que estuvieron desde el principio. Hace seis años que no me pongo el uniforme, pero del Coro de Niños Cantores de La Rioja, no se deja de ser nunca. Se me fue el "Gospel Train" un poco lejos, pero me hubiera encantado festejar con todos ustedes.

Muy feliz cumpleaños Coro nuestro, salud y por muchos años más.  

                                                           Con tono de Calesita, bueeeeeeeeeeeno.




                                                                                                                Álvaro
                                                                                                 Niño Cantor desde 2001







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