viernes, 11 de noviembre de 2011

Misma astilla


Detrás del escritorio y el hombre hay una pared revestida de empapelado viejo y marrón madera que alguna vez fue elegante. De un clavo casi imperceptible cuelga un cuadro, grande, con marco de plata y vidrio astringentemente limpio que cubre la fotografía en blanco y negro autografiada de un hombre alto, que sonríe soberbio, saludando con una mano y empuñando un palo de golf con la otra.
Sobre el escritorio, está abatido en sus codos el hombre. Acaricia nervioso su cabeza, engrasando los pocos cabellos que le cuelgan a los extremos. Está agotado, oprimido. Tiene los pies suspendidos en el aire y los balancea golpeando las patas del sillón vencido. Su saco gris permanece pegado a su cuerpo gordo, su camisa está húmeda porque hace calor y no funciona el aire acondicionado. La ventana está cerrada. El olor a habano endulza con su perfume el despacho y eso perturba más al hombre: el Señor Cifras pasó por ahí la semana pasada, encendió el cigarro importado -de contrabando- y dijo sin rodeos:
-Estamos mal, Aníbal. Estamos mal.
Aníbal entonces, hizo números. Llamó a quien tenía que llamar hasta que todos le cortaron el teléfono. Insistió. Envió e-mails. Pero nada. Se le cerraban las puertas. Y el olor insoportable le contaminaba los pulmones.
Entra Sara, la secretaria, dando un portazo y despliega algunos informes sobre el escritorio. Un portarretratos con la fotografía de la hija del hombre cae al suelo y a nadie le importa. La mujer se abalanza sobre la mesa y lo mira; se inclina por sobre su cabeza y abre los labios, toma aire y habla. Sus brazos se tensan y la catarata verbal se acrecienta. Última vez, última vez, repite y mueve las manos; toma algunos papeles, los hace un bollo y los arroja contra todo lo que hay en el despacho. Acierta a una lámpara, a otro portarretratos con otra foto familiar en la que el hombre sonreía, a una escultura horrible de plástico que le habían regalado, voltea todo; golpea el escritorio con el puño y repite el discurso. Señala el cuadro y continúa vociferando. Lo señala y amenaza con romperlo también. Aníbal siente un dolor en el pecho cuando la mujer dice aquello pero no puede mirarla.
Aníbal cierra los ojos. Respira profundamente intentando intercambiar los olores. La fragancia de la colonia de Sara es espantosa pero la prefiere a la del habano del Señor Cifras. No dice nada. Sólo asiente y espera a que Sara se retire dando otro portazo y su perfume permanezca un rato más.
Cuando la secretaria abandona el despacho, comienza él mismo a patear las pocas cosas que quedaban de pie allí dentro. Transpira y sus cabellos resbalan de un lado a otro en su cabeza. En un vaivén, tira todos los papeles del escritorio al suelo, quita los cajones de sus lugares y también los lanza lejos. Empuja el escritorio hacia una de las paredes laterales, cerca de un mueble donde solía guardar las bebidas. Patea el sillón que pierde una ruedita de una pata. Golpea el teléfono. El monitor de la computadora cae y un ruido seco contra la alfombra indica que ya no será útil.
Quedan ahora ellos dos solos. Uno frente al otro. Aníbal se deja caer en el suelo y toma sus rodillas con las manos, como un niño. Lo mira fijo. Donde debió haber estado el sol esa tarde de almuerzo en Pilar, esta mañana hay un brillo que llega directamente de la ventana cerrada en el despacho de Aníbal. Se iluminan los ojos oscuros del hombre del cuadro. Se pueden ver mejor sus dientes blanquísimos y sonrientes, y hasta podría decirse que el hierro 7 también centellea detrás del vidrio.
-No sé qué pasó. Necesito explicaciones- Aníbal habla suave y lentamente, tratando de controlar el llanto-. No entiendo.
Pasa su mano por su rostro, y baña su frente en sudor. Se agita, la presión le juega una mala pasada y comienza toser, por las dudas, como se lo indicó el médico.
Hago todo. Todo al pie de la letra. Todo- prosigue, agotado; pero parece recordar algo y sonríe-. Hasta hablo como usted- lo pronuncia exactamente igual: acentúa la primera sílaba de cada palabra-, pero nada, no encuentro respeto en ningún lado. Ella lo tuvo más fácil, usted sabe. Una mujer…-se cansa y espera para continuar-Una mujer es distinta a uno. Yo ya no sé cómo hacer.
Una lágrima que puede ser de sudor, o una lágrima de dolor se impregna en el puño del saco cuando Aníbal lo acerca a su nariz. Se percata de esto y aparta con violencia el brazo de su cara. Mira el cuadro. Intentaría una disculpa pero no la siente. Honestamente, no la siente. Se lleva el brazo nuevamente al rostro y lo enjuga secándose toda la cara.
Recuerda esa tarde. Habían almorzado todos juntos, todo el partido reunido alrededor de una larga mesa. Él, él con mayúscula, hablaba; ellos, minúsculos, escuchaban en silencio, sin atreverse a tocar los cubiertos. La comida se enfriaba. Era una prueba de fuego. Más tarde Él jugó al golf y Atilio, el fotógrafo del partido, inmortalizó el saludo que ahora cuelga de la pared.
-No nos acompañan. Es el final del ciclo. Le pediría disculpas, pero fue usted el que mintió primero. Usted, con este saco. Con éste.
En un arrebato de furia se quita el traje, lo hace un bollo y lo lanza lejos contra el sillón, se rasga la camisa transpirada y la tira hacia el otro lado. Su pulso se acelera y tose. Vuelve a caer arrodillado al suelo, el piso tiembla.
El clavo cede. La tanza transparente se corta y estruendosamente cae el cuadro, con su marco de plata. Y el vidrio estalla. La fotografía comienza a doblarse sobre sí misma, como si hubiera estado conteniéndose por todo ese tiempo.
Aníbal mira la escena espantado. Una señal. Busca sus pantalones, y una remera en un pequeño cajón revuelto. Mira la foto. Lee por última vez la firma. Se despide.
-Papá-dice por fin, y cierra la puerta de un portazo. La corriente sorprende a Sara que mira anonadada a su jefe, el hijo del padre, que camina decidido-. Adiós.
Afuera está caliente, pero se respira el placentero olor a pegamento ajeno. La campaña terminó.


A.V. 11/11/11
Cuento para Trabajo Final de Textos II


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