lunes, 7 de noviembre de 2011

1. Cría cuervos


No preguntó al chofer cuánto costaba el trayecto hasta la Plaza Principal, ni mostró su credencial, directamente pagó el boleto más caro. Tampoco agradeció cuando una mujer joven que hablaba por teléfono le cedió el lugar. De todas formas se bajará pronto, pensó. Simplemente, se dejó caer sobre el asiento, colocó su portafolios -con su obra de arte dentro- sobre sus piernas, lo abrió y extrajo una carta. Disfrutó al sentir la cosquilla que hacía borde mal cortado del sobre y leyó las letras de tinta azul.
Una ventanilla estaba abierta y hacía que el papel intentara escapársele de las manos, ya débiles, ya inservibles. El viento lo hacía perder el hilo, por lo que retomaba la lectura siempre desde el principio. No hacía muecas. No eran necesarias, nadie lo miraba, nadie podría contarle nada a nadie. La tarea debía ser limpia y para nada sobreactuada, no hacía falta hacer de aquello un circo.
Leyó la firma. No apretó la carta contra su pecho, no la posó sobre sus labios, ni siquiera rozó una vez más las arrugadas yemas de sus dedos contra el reverso del papel para sentir el enojo incontenido de su hijo. Solamente volvió a colocar la carta en su sobre y abrió un poco más la ventanilla. Nadie se quejaba por el aire helado que entraba. A nadie le molestaba nada.
Acarició su obra maestra. Cable por cable. Apenas era visible la luz roja. Calculó las cuadras. Miró las copas de los árboles y comprobó que no había demasiado viento afuera, pero sí el suficiente para hacer llegar el sobre a la vereda. Y luego. Y luego…

Volvió a mirar dentro del portafolios. Todo estaba listo. La carga estaba conectada. La luz nítida. Su mano firme en el interruptor. Sostuvo el sobre hasta que se decidió a soltarlo, cuando el colectivo dobló la esquina. La casa del desagradecido se veía sorprendentemente abandonada. Repasó los metros que faltaban.
El chofer frenó, algo brusco. No había una parada en ese lugar. Era mitad de calle. Nadie miró nada. A nadie le importaba nada. La puerta corrediza se abrió y subió un hombre joven vestido con un traje marrón. Rengueaba, fingía. Se burlaba. Alguien se levantó, caminó hasta la puerta y bajó. Él giró para ocupar el asiento, pero se detuvo. Empuñaba un arma. Tampoco hizo espectáculo. Ajustó el silenciador al cañón con precisión. Simplemente, disparó. Su padre murió sosteniendo el interruptor, esperando el momento indicado, en su último intento por ser ejemplo. 

                                                           AV. Algún día de octubre 2011.


Foto de Noelia Torres "A Secas"

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