martes, 9 de febrero de 2010

Papel ajado

¿Qué habrás hecho con mi orgullo, mi ego, y mis latidos, cabizbajos, cansados, estirados como chicle; enfermos? ¿Qué habrás hecho con ese papel doblado, impreso con lo último que quedaba de tinta y de mí?
Si lo dejaste olvidado, será por eso que me pierdo tan fácil, o me confundo al volver a casa.
Si lo escondiste bajo un libro, o enterraste bajo una parva de papeles inservibles, será por eso que me duelen los hombros, el estómago y los pies.
Quizás lo tiraste, después de romperlo con cuidado. O sin él. En una bolsa blanca de supermercado, entre los restos de tomate y un sobre de jugo Tang naranja y mango.
No creo que lo hayas vuelto a leer, ni lo hayas tomado con tus dedos, porque no los siento. No te descubro mirándome a mí con lágrimas en la garganta, ni repasándome la vergüenza y la culpa de los qué hubiera sido si…
Yo, en cambio, traje tu promesa inconsciente, entre medias y abrigos, y la colgué arriba de todo, en el punto exacto donde despiertan mis ojos. Es verdad que un papel es miserable, más perdible, más tirable, más rompible. Más débil y más roñoso. Son mi orgullo, ego y latidos, en un papel doblado. ¿De qué sirven confesiones tardías, pecados vencidos, perdones sin tiempo ni lugar?
Si corto la foto, sabré que ahí estabas, sonriente. Si quito tu promesa, el vacío invadirá el resto de las pocas cosas que tengo. Hasta llegar a mi cama, infectará de soledad mi almohada y mis sábanas; se aferrará a mi mochila y quizás contagie a las diagonales, a los grafittis, a los apuntes y a las fotocopias.
Si te borro, como parte de mí quiere hacerlo, quizás la plaga de la tristeza afecte semáforos; y los conductores enloquecidos no querrán pasar los verdes, ni los peatones hacer un solo paso más. Si llueve, nos mojaremos todos, y si corre viento se nos secarán las lágrimas equivocadas con gotas cargadas de “qué hubiera sido si…”en cada abrigo, en cada árbol de tilo.
No sé qué habrás hecho con esa hoja, carta escrita de golpe, de una vez y para siempre. Pero lo que sea estará bien. Basta de melancolías, gripes, y estragos. Basta de saludos sin ganas ni extraños. Basta ya de mentir que quiero bastas y finales.

A.V 9/02/10

domingo, 7 de febrero de 2010

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Respuesta de amigo?
Sí, hay una que se te parece un poco.
La verdad? No. Todas son iguales y
tan diferentes a vos. No tienen tu
delicadeza al vivir, ni tus manos
fuertes, ni tus ojos hermosamente
eternos. Ni tu boca, ni tu forma de
decir, ni tu perfume. No tienen la
mágica cualidad de detenerme el
pulso en un abrazo. No tienen tus lunares
, ni tu nariz, mucho menos tu panza.
Tampoco, y eso es lo que más duele,
tampoco tienen recuerdos ni
anécdotas graciosas. No humedecen
mis pupilas, ni me dejan sin voz. No
me atragantan las emociones ni me
condenan al delirio. No son diamantes,
ni milagros, ni ángeles o sábados. No
son siquiera calendario. No lloran,
ni se encierran. Pero hablan. Extrañan.

A.V 07/01/10 3.07a.m

Tía Mercedes

Se frenó de a poco. Se levantaba un poco de tierra. Era un lugar detenido hace algunos años y varios kilómetros más atrás.

Se acercó apenas me vio. Yo bajaba una valija pesada, llena de ropa para lavar. Tía Mercedes corrió hasta la puerta de aquel tren que debió haber sido colectivo. La débil corriente de aire caliente jugaba con su vestido negro, extrañamente alegre. Habrá sido ella que le transmitía gracia a las telas –abrigadas, para un otoño ardientemente riojano-.

¡Tanto tiempo! ¡Contábamos los días!-me dijo al oído entre abrazos.-Alguien te extrañó mucho más que nosotros-dejó escapar a propósito-¿Y, como te ha estado yendo?

Caminamos. Ella hablaba, del abuelo, de las tías y los tíos, de mis primos. -De tus padres ya debés haber escuchado noticias- dijo contenta.

Yo miraba las calles sin asfaltar, los frescos álamos que consolaban el atardecer. Éramos sólo nosotros en el camino.

Cuando llegamos, la mesa estaba puesta. Larga, con 20 sillas esperando a sus lados. Bajo la parra había una hamaca. Una farola titilante la iluminaba.

-Andá. Ahí está. Te estuvo esperando toda la tarde.-susurró Tía Mercedes, mientras algunos familiares se arrimaban- dejá , dejá, yo saludo por vos. Andá, no te hagas esperar más.

Pisoteé vergüenzas, sin rumbo, perdido, como el viejo olvidadizo que quise ser; instintivo. Sin embargo, ahí estaba ella. Me miraba atenta, con sus ojos marrones que nunca pestañean. Algún músico quizás hubiera dicho que hablábamos a contratiempo. Pero no había otro sonido que el de ambos latidos, sincopados.

Tal vez dijimos tanto tiempo, o qué es de tu vida, o simplemente hola, ¿cómo va?. Pero enmudecidos, escuchábamos a los coyoyos cantar, o burlarse, o susurrar instrucciones.

Ella me tomó la mano, la apretó fuerte con la suya y se hamacó por un rato. Quise atreverme a sentir el perfume de su alma, como antes. Puse mi cara contra la suya; su piel seguía siendo suave y sutil, confortable. Si mi pulso hablara seguramente hubiera gritado histérico las mismas dos palabras que cuando me fui, repetidas, infinitas. Siempre es bueno para una mujer que un hombre le diga que la quiere había aconsejado Tía Mercedes.

Su perfume no había cambiado. Era fragancia de ángel. Giré lentamente mi cabeza, y me encontré con sus ojos impestañables. La hamaca se detuvo, como los coyoyos, y la luz dejó de parpadear. La presión sobre mi mano se hizo más fuerte. Ella buscó mi derrumbe con un abrazo. Yo encontré su esencia en sus labios, sonrientes.

El beso no fue muy largo, tampoco muy francés. Fue más bien como el recuerdo táctil de la promesa tallada sobre algún árbol, o abandonada en el cemento fresco de una esperanza perdida.

Nos quedamos solos en el tiempo, sabiendo que la soledad volvería, sin presentarse, sin saltar rejas o burlar alarmas. Llegaría cuando la valija se llene otra vez, y el tren que debió haber sido colectivo arranque de nuevo.

No me esperes. Y ella pestañeó como asintiendo. Tía Mercedes, desde la mesa, sonreía, pero también entendía de soledades.

A.V 6/01/10 después de la primera siesta platense.

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