jueves, 22 de abril de 2010

Cuerpos


Son pocos, pero importantes. Sobrios, formales aunque rebeldes, íconos de ideologías, de una u otra época.

Se saludan taciturnos, sólo con la efusividad que su carácter les permite. Y se quedan detenidos, en espacio y tiempo. A veces son solicitados, nunca dos juntos, porque de esa forma no habría divismo, y una personalidad como la suya necesita, cada tanto, una dosis de arrogancia. El deseo de sentirse requeridos los seduce.

Su oficina de madera, elegante también, los encierra, los apretuja, busca contagiarlos el uno al otro. No puede, no lo logra. Solamente los protege del abismo, de caer en la inmoralidad del abandono, de la pérdida.

Los menos preciados se vieron tentados, quizás, de huir persiguiendo nuevos horizontes. La sociedad de la que forman parte los incomoda, se sienten diferentes, revolucionarios que quieren escapar de esa elite que es la precariedad. Pero desistieron.

El más obeso se jacta de sus vastos conocimientos y su abundante vocabulario, con la altanería que le permite la ignorancia de los demás sobre algunas cuestiones. Una es, por ejemplo, que en su rubro, es sólo un aprendiz, un resumen, el dedo gordo de renombradas instituciones.

Los más finos son los más modernos, los más compactos y a la moda. Almacenan dentro de su alma los recuerdos de cientos de ojos, llorosos, sorprendidos o aterrorizados.

Los de la derecha recibieron con nerviosismo a un “nuevo”. Es una incorporación ambigua, ya que, en realidad, es el más viejo de todos.

Se saben importantes, porque son los primogénitos de su dueño. Se contienen solos, individualistas, celosos de sus títulos y demás tintas. Están consientes de que aunque las oficinas cambien de domicilio, o las estructuras se pudran con el tiempo, ellos viajarán con él, que los apilará en alguna caja pero no los dejará jamás, aunque ya hayan cumplido su función. Conocedores como ellos solos de los papeles, nunca firmarán su renuncia.

Tal vez lo que no conocen es su condena a la inmortalidad, a verse tapados por fotocopias, por fotos y retratos, a esperar sucios que un suspiro les quite la tierra de encima como si así también les borrara el sabor a haber sido olvidados. O quizás sí lo saben.

A.V 22/04/10



martes, 20 de abril de 2010

Click


El ritmo del segundero rebota en la habitación tan lentamente que mis latidos parecer correr apresurados por las paredes.

Puedo ver mis dedos bajo la colcha pesada, pero no el resto de mi cuerpo. Un haz de luz helado ilumina la cama, reflejando la luna menguante.

Mis ojos recorren la oscuridad acelerados. No se ve nada más que la pálida almohada y el amarillo de la frazada. Saco mi mano y siento el frío del invierno impactando sobre mis dedos; las uñas parecen tensarse.

Muevo la almohada, giro en la cama y huelo el perfume limpio de las sábanas recién cambiadas, su fragancia lavanda helada, su olor a muerte y cementerio, todo junto.

Vuelvo a girar y miro las aspas en el techo, imagino su brillo, su resplandor filoso. De repente las veo moverse. De a poco, el ventilador parece prenderse y el aire frígido atraviesa el abrigo inútil de mi cama, penetra mi piel y sangre.

De pronto, y justo después del click del reloj, lo escucho: lo que había temido, lo que esperaba con la esperanza de que no pase. Erizada mi alma, percibo el sonido. Mi oído viaja por el pasillo, atraviesa el comedor y el living, y espía la puerta. La llave golpea con sonido grave y hueco en la cerradura, gira despacio, con el cuidado de un crimen planificado. Escucho el click del primer movimiento. Los latidos se detienen. Puedo palpar el segundo, cuando la cerradura se rinde, pero no ocurre.

Ni el picaporte gira amenazante, ni la puerta cede al frío de invierno; ni ellos entran, recorren la casa solitaria, abandonada. Tampoco atraviesan el pasillo tambaleantes, ni golpean con sus bastones las paredes. No entran a mi habitación ni abren las ventanas. No me destapan.

No entran, como me contaron los dueños anteriores. Pero el miedo, sí.

A.V 13/04/10


P.D: Texto producido en la clase de Textos. Había que describir un miedo, y como el miedo a la frustración me iba a llevar más tiempo, repetí este que hice una vez para el taller en verso, pero tratando de llegar a las 30 líneas que se me exigía.

jueves, 15 de abril de 2010

Otoño


Las hojas descansan sobre las veredas, amontonadas, juntas, amarillas y marrones, mojadas y livianas. El viento juega con la lluvia fina y hace resbaloso el camino. Los paraguas bailan violentamente sobre las caras impávidas de los transeúntes.
Algunos fuman en la puerta de los negocios, pensando estrategias para mojarse menos; otros se detienen y se entretienen con el humo que sale con su aliento.
Los autos atraviesan la llovizna molestos, frenando de golpe y maldiciendo los pozos devenidos en espejos de agua sucia. Los semáforos parecen pestañear y se hacen invisibles, las bocinas suenan. Los niños corren, las bufandas flamean. Se escuchan toces hondas y se huelen miradas cansadas, oscuras y transparentes, fatigadas por el frío.
Cada tanto los paraguas se enfrentan como bravos guerreros a los vientos huracanados que rugen entre las calles y diagonales, que se encuentran y se amalgaman poderosos. Los diarios pronostican que todo seguirá igual, imprimen la tristeza con títulos gigantes y epígrafes soledosos.
Las farolas de las avenidas cantan en tonalidades menores, con la voz ronca un día resfriado. Respetuosas hacen silencio cuando una mujer joven, de ojos verdes y sobretodo marrón besa con sabor a despedida a un desafortunado hombre de poulover de lana y barba de dos días. El rojo del semáforo despierta, los autos se detienen y los caminantes observan. Los paraguas hacen tregua, y el viento descansa, como las hojas, sobre la vereda.

sábado, 10 de abril de 2010

Busco

Empiezo por la frente, única lo sé. Pero espero encontrar algo que me recuerde la tuya, territorio fértil para dar besos en invierno y transitar por tu cicatriz de anécdota graciosa.

Sigo por los ojos, centrados y brillantes. Algunos más claros, otros más parecidos a los tuyos. Que hablen, que digan, que rían. Que pregunten, que no esperen respuesta, y que pregunten de nuevo.

Escucho, luego, la voz, clara, inteligente, soñadora. Cuando susurrás en mil idiomas, la nieve se derrite en Noruega, y una brisa helada corre juguetona por Egipto.

Busco tu boca con sabor a limón, tus labios perfectos y tu recuerdo intacto. Algunas se parecen, cada tanto sonríen.

Imagino tus palabras tartamudas, tus negociaciones sin ventas, la llave en la cerradura y la caminata hasta tu casa.

Termino en mis manos, soñando que aprietan las tuyas, en noche de viernes a la salida del taller. Tan lejos.

A.V 10/04/10

Carbón


Hurgó sin cuidado. Le habían dado la llave en la mano, sonriendo y pestañeando confianza. Lo esperaban en la cocina, ausentes pero ahí, esperando conclusiones, alguna que otra crítica.

Abrió despacio la puerta pesada de los secretos, y entró. Los cuadernos escritos con lápiz de carbón, las hojas manchadas, las lágrimas sin borrar. Todo estaba ahí, intacto. Recorrió las hojas con su dedo y sintió la vejez de las semanas, la decrepitud de los kilómetros, pero el gris de las palabras seguía latiendo, intenso.

Leyó con el placer que dan las cosas entregadas en bandeja, sin esfuerzos ni méritos dignos. Siguió el trazado con la mirada y recorrió verdades, dramas y teamos ajenos. Sintió el dulce meloso de los borradores, amargo en su garganta, ácido en sus ojos. Encontró una carta con su nombre tácito y la leyó dos veces. Escuchó latidos dentro suyo y cerró el cuaderno.

Dejó todo donde estaba. Como estaba. La llave enterrada en la puerta. Caminó apurado, hasta la cocina. La comida estaba lista y lo esperaban sonriendo. Poco-dijo-leí poco. No quiso decir más.

A.V 10/04/10

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