jueves, 15 de abril de 2010

Otoño


Las hojas descansan sobre las veredas, amontonadas, juntas, amarillas y marrones, mojadas y livianas. El viento juega con la lluvia fina y hace resbaloso el camino. Los paraguas bailan violentamente sobre las caras impávidas de los transeúntes.
Algunos fuman en la puerta de los negocios, pensando estrategias para mojarse menos; otros se detienen y se entretienen con el humo que sale con su aliento.
Los autos atraviesan la llovizna molestos, frenando de golpe y maldiciendo los pozos devenidos en espejos de agua sucia. Los semáforos parecen pestañear y se hacen invisibles, las bocinas suenan. Los niños corren, las bufandas flamean. Se escuchan toces hondas y se huelen miradas cansadas, oscuras y transparentes, fatigadas por el frío.
Cada tanto los paraguas se enfrentan como bravos guerreros a los vientos huracanados que rugen entre las calles y diagonales, que se encuentran y se amalgaman poderosos. Los diarios pronostican que todo seguirá igual, imprimen la tristeza con títulos gigantes y epígrafes soledosos.
Las farolas de las avenidas cantan en tonalidades menores, con la voz ronca un día resfriado. Respetuosas hacen silencio cuando una mujer joven, de ojos verdes y sobretodo marrón besa con sabor a despedida a un desafortunado hombre de poulover de lana y barba de dos días. El rojo del semáforo despierta, los autos se detienen y los caminantes observan. Los paraguas hacen tregua, y el viento descansa, como las hojas, sobre la vereda.

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