A mis amigos
Hice que te mandaran el mail porque no contestabas el teléfono-me dijo mi hermano, por Skype, media hora después de que me llegara un enlace para ver el velorio de mi viejo por internet.
Era cierto. Estaba en la cama y hacía frío. Vi que llamaban desde Argentina, y no quise contestar. Puse el celular en silencio y sin vibrador, como cada vez que sonaba, desde hacía dos años, cuando me fui enojado con La Rioja entera. Dejé que llamaran. Al rato, esperando algún e-mail de Franca, me encontré con las condolencias de una casa funeraria y la formal invitación a observar “desde un punto estratégico” el féretro de mi padre, las sillas a su alrededor, y la gente que llegaba. Además, podía hablar con cualquiera que se pusiera los auriculares y se sentara frente a la notebook, ubicada al fondo de la sala.
Había sido una semana caótica. Tenía que entregar unos planos y modificar unas aberturas para un cliente. Tenía que lograr que mi novia volviera a casa. Tenía que acordarme de revivir sus flores resecas del balcón. Tenía que arreglar la madera del pasillo porque ya me había comprometido con los vecinos.
Franca me dejó un jueves a la tarde. Habrán sido las siete, siete y media. Yo estaba viendo la repetición de un partido de tenis. Ella gritaba y llenaba ceniceros. Entre reclamos y planteos vació tres y medio en el tacho de basura. El partido fue a cinco sets. Cuando cerró la puerta, por última vez, todavía quedaban colillas sin tirar. Actualicé la bandeja de entrada porque esperaba encontrar algún e-mail, en un italiano culposo y apasionado, como los que siempre escribía ella. Pero no.
En cambio, recibí un mensaje con el membrete frío, lánguido y azul de la casa velatoria. Las letras eran negras y pequeñas, el mensaje sintético, más parecido al de un catálogo que a una invitación. Y sin embargo lo era: acababan de invitarme al servicio de mi papá.
Al principio me pareció una propaganda, de las que llegan todos los días. Pero debajo del encabezado decía: “Esposa e hijos de Pelagio Jacinto Dávila invitan…”. Dos líneas más abajo, dentro de un recuadro gris, estaba la dirección web desde donde se podía ver casi en tiempo real -la página indicaba un retraso de veinte segundos- todo el velorio.
Tragué saliva. Todas las charlas que nunca tuvimos fueron raspando con violencia mi garganta mientras buscaba la camisa negra que Franca me había planchado unos días antes de irse. En calzoncillos y camisa hice click.
Se abrió una página. En letras rojas se advertía: “Las imágenes pueden resultar fuertes o perturbadoras”. Abajo, una ridícula flor azul, y a su lado, en verde, un botón con epitáfica tipografía: Conectarse.
Ahí estaban. Mi mamá, sentada al lado de mi hermana y mi tía. Mi hermano Julio, parado delante del cajón. Se veía todo bastante bien, en pantalla completa.
Había otra gente. Los tíos que aparecían en casamientos, bautismos y navidades, para comer y emborracharse, ese día tomaban café, sentados en hilera como hormigas. Algunos primos también pasaban, como quien pasa a saludar a los otros primos. Reconocí a algunos amigos de mi viejo. Faltaban varios. ¡La pucha, nadie se muere en la chaya! se lo escuchaba gritar al sordo Páez. Y estaba yo, abajo a la derecha del monitor, en un recuadro pequeño, oscuro porque aquí ya se había puesto el sol y la luz de la lámpara no me iluminaba la cara.
Lo que dijo el sordo Páez era verdad. Era febrero; la chaya se festejaba afuera; y las demás salas estaban vacías: nadie se muere en carnaval. Vi a mi hermano acercarse y colocarse los auriculares. Me saludó.
Papá murió casi acostado, en el sillón, con un almohadón que no dejaba que su cuello descansara del todo cómodo. Mamá se había ido a acostar; cuando se levantó, escuchó que Canal 9 ya había dejado de transmitir el festival y que papá no roncaba.
Julio sí había compartido tardes de carnaval, habían ido juntos al Rancho de Mario, él había cortado la albahaca de la huertita del fondo de casa. Él se había quedado. Y ahí estaba, se seguía quedando, con mi viejo al frente.
Detrás de las palabras de mi hermano sólo se oían charlas en susurros, pero no había sollozos ni espectáculos. La mami llamó a la llorona pero está en lo del Negro Matta, dijo Julio, intentando hacernos reír a los dos. Casi lo logra.
De repente se escuchó que la puerta se abría. La habían cerrado por el aire acondicionado. Acá hierve, ni una gota cayó, imaginé que dirían. Los pequeños parlantes de mi computadora comenzaron a saturarse. Golpes roncos de caja viajaban por los aires sobre el Atlántico. ¿Te acordás que lo dijo? logré captar leyendo sus labios.
Con bastante esfuerzo pude escuchar lo que estaba ocurriendo. Bajaba y subía el volumen, y con interferencias oí lo que cantaban:
El día que yo me muera
Que sea pal carnaval
Que me entierren boca abajo
Pa beberlo al arenal.”[1]
Eran los Molina, los González, los Mercado, los Díaz, niños y grandes, hombres y mujeres. Ni siquiera el “Burro” Solano, asiduo visitante de los velorios, evitaba hacer de cantor.
Mi mamá se levantó. Julio me había dicho que no había querido hablar con nadie, ni siquiera con él. Así que seguramente no sabría que yo estaba -online- ahí. Miró a la gente que llegaba y se apartó.
Rodearon el cajón. Mi hermana cantaba. Mis primos cantaban. Mi mamá se había quedado parada, en la esquina, a mi lado supongo, porque no la veía. Tiraban harina, poquita, poquita para no ensuciar mucho decía la Negra Díaz. Cantaban vidalas. Con la albahaca en la oreja y el adiós en la voz. Mamá dio un paso al frente, y pude verla de perfil. Recuerdo que alguna vez habían discutido porque a ella no le gustaba que papá tomara tanto vino y volviera tan tarde. Vos sos puntana, chinita, le ganaba siempre la batalla mi viejo. Pero hoy entendió. Y sus lágrimas caían silenciosas sobre sus labios sonrientes.
Habrán pasado unos minutos, unas horas quizás. Llegaba cada vez más gente. Con cuidado me levanté de la silla, y me puse un pantalón. Me preparé un café. Volví.
Los ojos pardos de mi mamá estaban esperándome en la pantalla. Hola hijo. Despidasé de su papá. Me levantó, me rodeó con sus manos. Me abrazó. Y me deshice en niño, fui Abelcito. Fui el chico de los dibujos del Mikilo; el nene de las bombitas y el balde, subido al techo; el arquero estrella del 6° A. Fui el que le dio el primer beso a la Valeria Mercado.
Mi mamá me llevó al lado del cajón, con esa autoridad de madre que nunca puso en duda y desde ahí fui el gordito de la Querandíes , el changuito de Don Pelagio, que iba a decir chau pá; y llorar. Y entender.
Este lugar helado no era el mío, ni esta silla, ni este cocoliche de instituto. Tampoco estos vecinos egoístas. Me sorprendí escuchando a mi eco diciendo que iba a volver. Sin picazón en la garganta. Sí má. Dejame que arregle unas cosas acá. Ella miraba sin asombro, ya sé, te estamos esperando.
Salí al balcón a fumarme el pucho de los velorios. Ya estaba aclarando. Miré el piso, y luego mis manos. Esas que lo habían abrazado cuando a la siesta íbamos en la Zanellita roja a comprar el vino, y alguna cosa dulce para la mami que se quedaba en casa, haciéndose la enojada. Miré las macetas. Las flores estaban húmedas, como despertando. No había llovido, no era aguanieve. Yo sabía qué era. Y sonreí, como mi vieja.
Álvaro Vildoza Enero 2011
[1] Duende fiestero-Takirari. Letra: Pancho Cabral. Música: Jorge Peña y Julio Gallego
* 1er Premio del Primer Concurso de Cuentos del Febrero Chayero, La Rioja.
2 buenondones expresivos:
me encantó, me hizo emocionar y lagrimear...
me dejas compartirlo en el Face??
Por supuesto! Muchas gracias! Beso grande.
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