Se frenó de a poco. Se levantaba un poco de tierra. Era un lugar detenido hace algunos años y varios kilómetros más atrás.
Se acercó apenas me vio. Yo bajaba una valija pesada, llena de ropa para lavar. Tía Mercedes corrió hasta la puerta de aquel tren que debió haber sido colectivo. La débil corriente de aire caliente jugaba con su vestido negro, extrañamente alegre. Habrá sido ella que le transmitía gracia a las telas –abrigadas, para un otoño ardientemente riojano-.
¡Tanto tiempo! ¡Contábamos los días!-me dijo al oído entre abrazos.-Alguien te extrañó mucho más que nosotros-dejó escapar a propósito-¿Y, como te ha estado yendo?
Caminamos. Ella hablaba, del abuelo, de las tías y los tíos, de mis primos. -De tus padres ya debés haber escuchado noticias- dijo contenta.
Yo miraba las calles sin asfaltar, los frescos álamos que consolaban el atardecer. Éramos sólo nosotros en el camino.
Cuando llegamos, la mesa estaba puesta. Larga, con 20 sillas esperando a sus lados. Bajo la parra había una hamaca. Una farola titilante la iluminaba.
-Andá. Ahí está. Te estuvo esperando toda la tarde.-susurró Tía Mercedes, mientras algunos familiares se arrimaban- dejá , dejá, yo saludo por vos. Andá, no te hagas esperar más.
Pisoteé vergüenzas, sin rumbo, perdido, como el viejo olvidadizo que quise ser; instintivo. Sin embargo, ahí estaba ella. Me miraba atenta, con sus ojos marrones que nunca pestañean. Algún músico quizás hubiera dicho que hablábamos a contratiempo. Pero no había otro sonido que el de ambos latidos, sincopados.
Tal vez dijimos tanto tiempo, o qué es de tu vida, o simplemente hola, ¿cómo va?. Pero enmudecidos, escuchábamos a los coyoyos cantar, o burlarse, o susurrar instrucciones.
Ella me tomó la mano, la apretó fuerte con la suya y se hamacó por un rato. Quise atreverme a sentir el perfume de su alma, como antes. Puse mi cara contra la suya; su piel seguía siendo suave y sutil, confortable. Si mi pulso hablara seguramente hubiera gritado histérico las mismas dos palabras que cuando me fui, repetidas, infinitas. Siempre es bueno para una mujer que un hombre le diga que la quiere había aconsejado Tía Mercedes.
Su perfume no había cambiado. Era fragancia de ángel. Giré lentamente mi cabeza, y me encontré con sus ojos impestañables. La hamaca se detuvo, como los coyoyos, y la luz dejó de parpadear. La presión sobre mi mano se hizo más fuerte. Ella buscó mi derrumbe con un abrazo. Yo encontré su esencia en sus labios, sonrientes.
El beso no fue muy largo, tampoco muy francés. Fue más bien como el recuerdo táctil de la promesa tallada sobre algún árbol, o abandonada en el cemento fresco de una esperanza perdida.
Nos quedamos solos en el tiempo, sabiendo que la soledad volvería, sin presentarse, sin saltar rejas o burlar alarmas. Llegaría cuando la valija se llene otra vez, y el tren que debió haber sido colectivo arranque de nuevo.
No me esperes. Y ella pestañeó como asintiendo. Tía Mercedes, desde la mesa, sonreía, pero también entendía de soledades.
A.V 6/01/10 después de la primera siesta platense.
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