A Hugo, a Manuel, a Vanina,
a la Supervisora Carolina,
al hombre de la caja, al guardia,
y a todos los que me atendieron en las oficinas de Claro, La Rioja.
Vi la sangre sobre el piso y me percaté de dónde estaba y de lo altamente noticiable que era el hecho. Los módulos estaban fuera de su lugar y las hileras de sillas acolchonadas yacían derrumbadas contra la pared. Los dos teléfonos de línea directa habían sido arrancados y arrojados contra la otra punta del local, sin puntería, bastante por encima de la cabeza del supervisor. Fracción de brazo y tres o cuatro dedos del guardia de camisa marrón y pantalones negros se veían apenas debajo de lo que había sido el escritorio del asesor del box número 7.
Las mujeres habían hecho de sus carteras sus balas, y de sus brazos especies de lanzas asesinas. De esas carteras se escapaban centrífugos los lápices de labios, las llaves y algunos otros elementos femeninos inocuos. La monja francesa se había ido apenas minutos antes y se me ocurrió pensar cómo hubiera reaccionado ante aquella frase dicha en voz alta por el gerente. Además, ¿para qué necesita una monja un celular?
Del lado masculino, género con mayoría en el bando de la empresa, la lucha había sido mano a mano. Parecían haber disfrutado la pelea. Los cajeros y asesores pegaban saltos rítmicos, sincrónicos, lo que hacía pensar que eran, como se dice, "de manual": todos a la vez, imitando el juego de pies de la rutina boxística. Del otro lado, claro estaba, no había coordinación. Los pesos eran disimiles y la carga energética enviada por los brazos de los más grandes era una injusticia en relación a sus contrincantes. De eso se dieron cuenta, no muy rápidamente, los asesores y casi como si fueran los guardias del Palacio de Buckingham intercambiaron sus puestos para hacer más pareja la cosa.
Mi tarea, enteramente voluntaria, no fue la de hacer de casco azul. De hecho, estuve bastante agradecido durante esta semana de vacaciones a aquel hecho fortuito a medias. Necesitaba mi servicio de Internet Móvil de vuelta, cosa que no obtuve ese día obviamente, porque mi turno era el D308 y segundos antes de que empezara la hecatombe la atención era destinada a los del segundo centenar. Pero pude escribir el artículo y aunque las fotos del celular eran una verdadera falta de respeto, me las pagaron a precio excepcional.
Los niños se refugiaron a mi lado. Mi cabeza volaba para anotar, observar y fotografiar cada instante. Si hubiera sido un poco más audaz hubiera calculado una añadidura audiovisual a mi propuesta periodística; pero solamente se me ocurrió tomar notas y sacar fotos desde donde estaba sin moverme, usando el pedorro zoom digital de la cámara de mi celular sin internet. Estos niños, hijos de los clientes, se me pegaban a las piernas y algunos lloraban. No tuve tiempo siquiera de mirarlos. Mi cuerpo se alzaba, imagino yo, como un homenaje de cemento a algún prócer de la educación infantil, algo así como una Rosarito Vera gris desproporcionada que en esta ciudad se erige como majestuoso ejemplo. Claro que mi vocación docente no estaba siendo puesta en discusión sino el poder de aprehensión de cada detalle, de cada elemento de color que pudiera ser indicador de realismo.
Muchas veces, me decía un profesor amigo, los hechos más insólitos son los que le dan veracidad a la crónica. Esto ya era abrumadoramente inusual y entendí que fue el karma el que me había puesto en ese lugar, que me había recordado que tenía la libreta y la lapicera en el bolsillo de mi mochila, pero ante todo, que me había hecho esperar cincuenta minutos preludiando la otra hora y media que me quedaba en el lugar. Pero dejaré asentado esto como una epifanía merecida y laboral.
Dentro de la originalidad del acontecimiento se destacó la figura de un sujeto alto, moreno, tostado por el verano de Eterna Siesta que de 6 a 21 fulmina su paisaje urbano. Era un travesti. Se movía atléticamente dentro del improvisado campo de lucha. Caminaba blandiendo su tonificado cuerpo hacia un lado y hacia el otro y pegaba explosivamente, sin perder su estilo. Comenzó su combate con una de las asesoras más jóvenes de la empresa. Empezó despacio, casi como en una técnica de reconocimiento. La otra le dio pelea, sin tanto histeriqueo, con la mano abierta, y de derecha a izquierda impactó su palma contra los pómulos de la alta señorita. Ah, no, así no, dijo ella y con los dos brazos la empujó colocando sus manos erectas contra los pechos de la mujer vestida con uniforme. La asesora trastabilló y se cayó. Fue en ese momento que uno de sus compañeros llegó desde el otro lado del salón para combatir a la ganadora al grito de "te voy a hacer re cagar puto de mierda". Ah, no, ah no papito, le contestó con la voz ronca ella y definió didácticamente: "a mí me decís Alexia. Y soy trans". Al parecer, el hombre no la escuchó o no le importó la aclaración, ya que llevó hacia atrás su brazo derecho para aplicar un correctivo a la clienta. Alexia interceptó el intento y fue efectiva: gancho al mentón y vuelo de tres metros hacia el box número 5. Estoy seguro de que los otros clientes tenían ganas de aplaudirla pero será esta conservadora idiosincrasia pueblerina la que lo impidió. A Alexia se la veía triste después de la defensa. Nadie la miró después. Entonces, levantó su cartera dorada, se acomodó el pelo y las pestañas, y empezó a caminar con elegancia, saltando sobre los caídos. Cuando pasó a mi lado, incliné mi cabeza saludando y ella apenas dijo: buenas tardes, apagando cualquier rastro de sonrisa.
El Sr. Delgado, Don Gerente, anonadado por los primeros indicios de batalla, es decir, el knock out al guardia de seguridad, dejó caer el alfajor que estaba comiendo y corrió a refugiarse en su oficina, ubicada del otro lado del pasillo, después del hall de entrada y de la sala de espera y casi al lado del ventanal que daba a la calle. El lugar del combate, claro está, estaba lejos de la visión de los transeúntes y del refulgente sol de Siesta Eterna, ya que existía el objetivo (explicitado en un cartel de la empresa) de "maximizar la utilización del aire acondicionado". En su huida, la máxima autoridad de la sucursal no tuvo en cuenta la habilidad persecutoria de dos pequeños hombres. El pasillo no era largo, pero el paradójico estado físico de Delgado era sin dudas, muy diferente al de los otros dos. No hubo discusión. Uno de los hombres sostuvo al gerente y lo llevó hacia un rincón al que mi visión no pudo acceder. Pocos minutos más tarde, los hombrecitos volvieron a la sala de espera y se enfrentaron con los asesores que permanecían maltrechos pero de pie.
Las "bonificaciones" fueron las recurrentes en todos los insultos. La intromisión de éstas en diversas partes del cuerpo fueron dichos comunes de los clientes a los asesores. Es que todo había empezado cuando la pantalla de los turnos comenzó a brillar con intermitencia y la tensión eléctrica era insuficiente. Los asesores bostezaban, se pasaban galletas de box a box y casi no escuchaban las quejas de los visitantes. Los clientes entonces empezaron a hablar cada vez más alto y algunos se enojaron. Todos los que esperábamos veíamos esto medianamente calmados hasta que se hizo presente Don Gerente, caminando petulante por el pasillo y carraspeando con el alfajor en la boca. Abrió los brazos como un pastor evangélico y con correspondiente entonación dijo: Estimados, estimados, por favor, no pierdan la calma.
El público giró su cabeza hacia donde estaba el hombre y escuchó. "Debido a cierto recorte de presupuesto, deberemos retrasar el proceso de reparación del sistema, que bueno....se ha caído otra vez. Los asesores ya se encuentran agotados, y..." La gente iba frunciendo el ceño a medida que las palabras del gerente salían de su boca llena de migas . Me pareció sentir una gran ola, un poderoso tsunami de mala energía a mi alrededor y vi que varios de los asesores sonreían satisfechos. Pensé que alguien podía molestarse pero nunca preví lo que efectivamente ocurrió.
"Calma, calma", previno el gerente. "Todos ustedes deben retirarse pero pueden disfrutar de las bonificaciones que se les hará apenas vuelva el sistema, para que puedan hablar a otro número de la empresa a tan solo el 80% del valor del minuto".
Creo que fue esa cifra y no otra la que llegó a mencionar el "Asesor Mayor", como le dicen sus empleados según el manual, pero para ser sincero no pude escuchar bien porque ahí, entre la palabra bonificación y la pausa de Delgado fue que la paciencia de la clientela se derrumbó. Primero fueron hacia el guardia, como indiqué antes, y luego hacia los teléfonos de línea directa, casi al mismo tiempo que los asesores saltaban sobre sus escritorios a defender a los compañeros que habían sido tomados del cuello por los usuarios. Más tarde, todo lo que comenté: la alineación militar de los asesores, el gran valor e imposición de respeto de Alexia, y el castigo al señor gerente.
Cuando no quedaron empleados de pie, los clientes fueron saliendo de a uno, entre murmullos de promociones y catálogos, invocando a defensa del consumidor y firmando en el aire cartas documento. Algunos se abrazaban y se palmeaban en la espalda. Un día como ese, un martes de enero, Siesta Eterna se cansó de dádivas de minutos reducidos y decidió renunciar a la ineficacia de un sistema sísmico que se derrumba cuando las galletas y los alfajores recorren bambalinas y los oídos se apagan hasta que el milagroso sistema vuelva a la Tierra.
A.V 19/01/2013