Mientras ella espera que se levante la puerta del estacionamiento del edificio tarareando la canción más triste que se le ocurrió, un hombre, algunos pisos más arriba, muestra a su hijo por Skype su nuevo departamento.
Es amplio, sobrio, de aquel estilo de diseño caro y ultramoderno que publican las revistas. Pero no lo dice en voz alta, sino que deja que su hijo observe, en silencio, cómo ese hombre al que nunca quiso, hoy vive mejor que él. Un pobre viejo pelado que nunca movió un dedo, a diferencia suya que se hizo cargo casi por orden natural de la empresa en ruinas. El balcón, enorme, de parqué y con jacuzzi aparece en fullscreen en la pantalla del hijo, que derrumba el mutismo, después haber sostenido por largos minutos una sonrisa :
-Eso, de allá al frente, ¿qué es?
Cuatro cúpulas de tejas grises coronan un edificio clásico, prepotente, blanco recientemente pintado, con cientos de escalones por los que no sube nadie y que se interrumpen por tres columnas de facto. Varias estatuas de bronce ilustran el palacio. Son figuras de mujeres jorobadas y soldados aguerridos.
- Defensa Nacional, qué precioso lugar, ¿no?
El joven de traje azul sobre remera negra, mira su teléfono y ve que las estadísticas están bajando. Agradece al cielo, mira fijamente hacia la pequeña cámara y cierra la tapa de su computadora. El otro, peina con sus yemas una ceja canosa, y entiende; deja la máquina sobre la mesa y vuelve a salir al balcón.
En un edificio cercano se ve a una mujer alta, rubia, cubierta con un abrigo de piel naranja y con rayas negras. El hombre piensa que no puede ser piel de tigre, está convencido de que en aquellos tiempos no puede ser.
La mujer balancea con ternura un cochecito, y pueden adivinársele los labios curvos mientras lo hace. El coche también está cubierto con algo naranja, pero el hombre no alcanza a divisar de qué se trata. Ella comienza a reírse, y se escucha su carcajada quebrar toda resistencia que opongan el aire y la distancia. Ríe y se contuerce. Ahora puede verse mejor el coche. Sí, los dientes son largos, brillantes, sus ojos están abiertos y su hocico parece húmedo. Está tendido como cubriendo el coche. Un bebé llora.
En la habitación de al lado, una niña maquilla su transparente rostro. Intenta darle color pero nació blanca y pálida. Sus ojos son pequeños, como todo su cuerpo sentado en una silla de patas doradas y respaldo barroco. Mira alternativamente al espejo y hacia afuera. Se inclina sobre el escritorio, pequeño, y abre una ventana. Abre su boca y deja salir una bocanada de humo. Mueve su mano y deja caer las cenizas al suelo.
Abajo de todos ellos, la mujer enciende las luces de su vehículo, avanza hacia su estacionamiento privado. Hay otro auto en su lugar. Se sorprende. Le gustaría enojarse, para bajar de la camioneta y decirle al que está adentro -hay alguien sentado en el lugar del conductor- que se vaya inmediatamente, que no tiene por qué estar ahí y que es un maleducado, irrespetuoso. Pero no lo hace. Hoy, no puede hacerlo. Espera unos segundos y vuelve a tararear la canción más deprimente que recuerda. Intenta con un cambio de luces. El hombre baja del auto. Camina lento, ella desciende también.
-¿Te gusta?
Él canta. Sonríe y canta. Ella mira el suelo. Él la abraza y aprieta. Presiona. Muerde. La canción más triste del mundo suena de sus labios, otra vez, desde el principio.
A.V 30/06/11