Bajo las armas, me rindo.
La casa se ha transformado en un territorio sembrado. Quedan los restos de lo que se fue. Se agolpan las texturas. Hay papeles, cerámica, madera, plástico, pero sobre todo papeles. Hay cartas, hay mensajes. Hay pequeños saludos y contestaciones, hay libretas con raptos de amor sincero. Hay ideas, hay proyectos y cronogramas, listas.
Sobre la mesa quedan algunas tarjetas impresas que no tienen ya lugar. Los cascos azules llegan a ayudar a repatriar lo que tiene dueño, y a dividir lo que tuvo dos.
Las fotos de los dos, por atrevimiento, quedan conmigo. En el álbum negro, intervenido y hermoso, quedan algunos momentos que son de pura belleza, en los que estuve detrás de la cámara. Hay mucho retrato, felicidades mías registradas que te pertenecen. Que agradezco.
Hay cajas que explotan. La química y las letras se combinan y lo que han logrado es fabricar pequeñas minas que explotan todas juntas y expanden esa fuerza arrolladora del pasado todo junto. 11 meses, 14 meses, 25 meses, 9 años. Cada letra la he amado antes de volar por el aire.
No puedo desechar lo que me ha hecho feliz. Me rindo. Tal vez un día pueda. No queda más que aceptar la gracia divina, de los astros, del esfuerzo y la voluntad, de haber vivido un primer amor oceánico, inmenso, caliente, perfumado, montañoso.
Todo ese mundo fue la prueba de que lo bueno ocurre, de que puede suceder. Es la prueba irrefutable de que el amor existe.