El matrimonio de viejos había visto todo.
Había visto el automóvil que doblaba la esquina a toda velocidad,
el resplandor de los fogonazos y el hombre que se levantaba en el aire,
se sacudía, rebotaba en la pared y caía.
En un domingo oscuro, de Isidoro Blaisten
Mis abuelos Luis y Elvira son de las últimas personas que todavía se sientan a ver el mundo desde la vereda. En esta ciudad donde ya no quedan casas viejas ni departamentos sin rejas, los Blaisten esperan a las cinco y media de la tarde, sacan dos sillas del que había sido consultorio de mi abuelo, canasto, termo, yerba y mate y se sientan a esperar la visita de mi vieja o de algún tío.
Ven la misma rutina pasar como calesita de plaza todas las tardes. Los chicos de la pensión del lado que vuelven de la Facultad, los clientes del gordo del kiosko que van a comprar cerveza. Y Doña Eugenia, que vive justo enfrente de la casa de mis abuelos. Está sola desde que enviudó y se entretiene barriendo la vereda, en dos turnos: a las 5 y media de la mañana y a las 7 en punto de la tarde, todos los días. Según mi abuela es una mujer mala, loca y mentirosa, endurecida por los años y la soledad, que sale a barrer a esa hora de la tarde sólo para verlos a ellos y mirarlos con desdén. Me tiene celos por tu abuelo, decía siempre la Elvira.
Ayer fue tan domingo como terrible. Soy residente de cardiología, estuve de guardia más de treinta y seis horas seguidas en la clínica y el calor siempre nos trae muchos pacientes. También trae dolores de cabeza, corridas de una sala a otra, de una camilla a la siguiente, ambulancias, familiares deshidratados, explicaciones, discusiones, puteadas de los jefes y ayer, como si esto no hubiera sido del todo extenuante, un interrogatorio policial.
Últimamente los policías dejaron de ser como el Sargento García. Que los hay, los debe haber, pero estos dos que hicieron que me despertara por la insistencia del timbre, que me vistiera cuando no pensaba hacerlo hasta medio día después, no eran parecidos al gordito bueno de mi serie predilecta. Llegaron a la madrugada, creo que esa era la hora. Pensé que era un sueño y me dispuse a ser protagonista de mi propia ficción, me lo merecía después de tanto laburo.
Entraron con autoridad. Pusieron cara de muchachos del FBI y dijeron: sientesé. Que qué había hecho de siete de la tarde a diez de la noche. Trabajar hasta las ocho y media, salir, venir para acá. Dónde trabajó. En la clínica, soy médico. Usted tiene un Corsa de tres puertas, gris, vidrios polarizados. Sí. ¿Se lo han robado? No, está en la cochera de la vuelta. ¿Transitó por la calle 17 el día de ayer? Sí. ¿Entre qué calles? De 56 a 50, creo. ¿Por qué? Por ahí viven mis abuelos, quería pasar nada más, ¿por qué preguntan? Sí, nos dijeron eso. ¿Vio algo extraño? No, la verdad no sé, estaba muy cansado; antes de pasar llamé a mi abuelo, pero no me dijo nada importante. ¿Era capaz usted de conducir en ese estado? Sí, acá estoy ¿no?
Anotaban cada respuesta. Cuando dije que había pasado por 17 se miraron y asintieron, como en las películas yanquis. Todo parecía una parodia de sueño y me estaba cansado de que no me hiciera gracia. Cómo iba a suponer yo que alguien había relacionado mi auto, mi incipiente pelada de treintañero y un asesinato. Pero así fue. Tenemos que llevarlo a la comisaría, dijeron. Salí y había dos móviles con las sirenas en silencio pero con las luces encendidas. No era tan tarde como pensé y había algunos vecinos rodeando el frente de mi casa.
No lo vamos a esposar, ¿sabe? Suba al móvil y listo. Aquello ya se estaba poniendo extraño y quise preguntar por qué me llevaban, pero el agotamiento era tan grande que me dejé guiar y no importaron los cuchicheos a los gritos que hacían los vecinos, ni el encandilamiento de los reflectores de las cámaras de televisión. Después vi que parecía totalmente drogado, pero esa era la naturaleza post-guardia de cualquier médico al que lo despiertan de repente.
Ya en la comisaría, me sentaron con el comisario. Me pareció extraño verlo tan tarde, será que tiene insomnio, pensé. Después me dijo: esto es culpa de los medios, a quién le importa la muerte de un diariero.
Yo seguía sin entender. Juro que trataba de despertarme pero el agotamiento había sido extremo. Como sueño ya estaba bien, suficiente.
Repitió las mismas preguntas que los otros dos canas. En un sueño no se repiten tantas cosas al pedo y empecé a enojarme.
El comisario puso los codos sobre la mesa, acercó su cara a la mía, se frotó las manos y dijo: tenemos un testigo que afirma que usted mató y se dio a la fuga. Me sorprendió la acusación y pensé otra vez que mi inconsciente se estaba divirtiendo a lo grande. Culpa. Por no haberle dedicado suficiente tiempo al paciente, por haber omitido información cuando sus familiares preguntaron. Podría haber probado con más resucitación cardiopulmonar, más carga en el electro, cualquier cosa. Pero es que había tantos críticos,algunos en peor estado, tan pocos enfermeros, era todo muy complicado.
Cuando llamé a mi abuelo fue lo primero que le conté. No soy creyente, así que mi abuelo, cardiólogo jubilado, era mi confesor. Me contestó que esas cosas pasan, que había sido un accidente. Todo lo dijo gritando, porque estaba sordo y no manejaba bien el celular. Atendió en la vereda seguro, por la señal. Además deben haber estado tomando mate con la abuela.
El comisario escuchó mi razonamiento en voz alta con incredulidad. De algún lado lo tenía, de la tele seguro. ¿Vio el noticiero? No, ¿por?
A las 19.20 aproximadamente, pasó por 17, entre 56 y 57, un Corsa gris de tres puertas, con vidrios polarizados, como el mío. Había doblado por 57, a toda velocidad, raspando a un 214 que acaba de arrancar de nuevo. Al parecer, un testigo reservado- o sea, todos sabemos, Doña Eugenia-, que barría la vereda como todas las tardes, vio cómo este auto fue directo al cordón y atropelló a un diariero que iba en bicicleta. También observó -no sé cómo porque tiene cataratas muy avanzadas-, que su vecino del frente, el Doctor Blaisten, hablaba a los gritos un rato después tratando de tranquilizar a su nieto, el mismo joven treintañero y peladito del corsa gris que acababa de cometer un asesinato y huir despiadadamente.
Para cuando la policía llegó al lugar acompañada por todos los canales de Buenos Aires, Doña Eugenia no sólo se había peinado y pintado los labios, sino que había cubierto al pobre hombre con los diarios que le habían quedado sin vender. Frente a todo el mundo, y con cara circunspecta, me denunció. Todo el país sospechaba de mí, menos yo, que había apagado el teléfono después de hablar con mi abuelo para que nadie me molestara. Supe, cuando lo encendí en la comisaría, que mi vieja, varios amigos, y mi abuelo habían tratado de llamarme. Mi viejo me había conseguido un abogado.
Culpable. Mi inconsciente no mentía, ellos tampoco. Lo peor fue que no fue un sueño. Ayer me confundieron con un asesino, y tenían razón.
A.V 28/01/10