jueves, 10 de marzo de 2011

Tumbas

Llegó la muerte un día y arrasó con todo,
todo, todo, todo un vendaval,
y fue un fuerte vendaval.
Algo de vos, llega hasta mí
Tumbas de la gloria - Fito Paez
 


  -Y es en ese momento, Doctor, cuando quiero taparme los ojos, y los oídos, y no me alcanzan las manos para negar que todo se está cayendo.
   Empieza a medianoche, cuando me estoy preparando para ir a dormir. Me escondo bajo las sábanas, en el único lugar que todavía no se ha derrumbado. Las ollas se destapan, parece como si las rasparan con cubiertos y el chirrido despierta al perro, que empieza a llorar y su lomo se irrita, su cabeza, sus orejas comienzan a descarnarse. En la cocina, se mueven las sillas, se colocan solas una al lado de la otra, pero después se reorganizan, y las letras de la heladera se mueven, Doctor, se mueven y forman palabras que no puedo ni reproducir. El televisor se enciende y se escuchan risas, y hace zapping, siempre en inglés.
   La otra noche no puede quedarme en la cama. Esperé a que todo se calmara. El perro ya había muerto. Decidí bajar y esquivé el desastre caminando por el living. Busqué las llaves del auto, Doctor, y ardían. Eran una brasa al rojo vivo. Abrí la puerta y vi que el auto ya estaba listo, había dejado de incendiarse y era sólo plásticos inútiles. Y respiré, hondo, porque habían sido meses sin caminar, y tenía que llegar a algún lado. Quise abrir el portón pero también estaba contaminado.
    Sabía que las calles estaban apestadas. Sabía que había recorrido el mismo camino para ir al centro, lo sabía porque soy rutinario y el auto casi iba solo, siempre, exactamente por ahí.
Hice ese camino de todas formas porque no podía pensar, Doctor, ¿qué alternativa tenía? Primero corrí por la avenida, oscura, triste -no era noticia-, pero silenciosa. Las casas ya se habían derrumbado, una sobre otra, como al paso, a su paso, a nuestro paso, Doctor, a nuestro paso. ¿Semáforos? Disculpe Doctor que me ría de esta forma pero es que puedo escuchar las preguntas que me harían todos. Se lo advierto, ella.
   Pero de a poco me voy acostumbrando. Aquella noche fue la única. Después caminé y vi a medias que todo parecía tranquilo. La quietud es desesperante, y me frustra tanto, Doctor. Pensar que ya son semanas y sigo sintiéndome solo y tratando de negarlo. Es una lucha. Se lo advierto, ella. 
Cuando llegué al centro, las fuentes se habían desagotado, estaban las veredas sucias y rotas, la plaza destruida en diagonal. Me senté a esperar, como aquella vez -después le cuento-, quise escuchar las campanas de la catedral, esperé más de una hora, pero todo siguió en silencio. Caminé por donde creí nunca haber andado pero no pude esquivar la desolación, cuadra por cuadra, insoportable.
   Llegué cansado, pero llegué. La terminal también estaba vacía, pero un colectivo esperaba para arrancar. Vi la cara demacrada del chofer, le pregunté a dónde iba y me dijo subí. Viajamos por horas, en completa quietud.  Se lo advierto, ella. No había nadie. Él era uno más de esos entes que veía cada tanto deambulando por la calle, más perdidos que yo, salvados no sé por qué. Y juro que intenté hablarles,a él y a los otros, si lo sabré yo, pero no se puede.
    Miré la ruta, y me tranquilicé. Las montañas se iban; cada vez estaba más lejos la negrura de las nubes que amenazaban con llover y jamás se atrevieron. A veces pienso, Doctor, qué habrá sido lo que me llevó a estar con ella. Por qué elegimos siempre el mismo camino, las mismas calles. Por qué nuestro encuentro esa noche. Y los días siguientes. Por qué la entrega, por qué la catástrofe. Todo muerto a nuestro paso, sin lugar a dónde ir. No puedo negarlo, lo supe al ver su espalda cuando se despidió.
   Las demás butacas del colectivo estaban limpias, menos una. La ruta estaba bien. Pero íbamos solos. Lo sabía, conocía perfectamente esa soledad. Se lo advierto, ella. De repente, algo empezó a fallar, dimos a un cruce de caminos. Llegamos a esta estación a cargar combustible, según murmuró el chofer. Y me dejó. Y el aire fétido invadió el llano. Pero no fue esa brisa la que abrió esta puerta, ni puso esta silla frente a la suya. Aquí me tiene, Doctor. Se lo advierto, ella. Sólo estamos usted y yo. Quiero suspirar pero me trago el aire porque ya no soporto nada más. Se lo advierto, ella. Y no lo miro así porque quiera saberlo. Se lo advierto, ella. No necesito que diga nada. Ya lo he comprobado, lo sé. Ese día, cuando ella se fue, pasó por aquí.


                                                                               A.V                     10/03/11





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