Con el mayor de los humores negros,
al señor de la motito.
Los platos sucios estaban sobre la bacha, recién apilados por él. El sol de siesta tras la cortina, como él quería. El cenicero lleno; el agua corriendo sobre la pileta; el detergente abierto; la esponja en su mano, ensangrentada. El piso sucio de descuido. La escoba vaya a saber dónde. Quizás en el patio, tal vez al lado de la parrilla, pensó cuando miró las gotas secándose en el suelo.
La canilla estaba abierta y él continuaba pensando. Se culpaba, un poco por la imperfección, otro tanto por no haberle dicho nada antes, por no esperar a que se despertara. Pero estaba cansado y no podía postergarlo más. Pensó en abrir la alacena y buscar más cafiaspirinas. Para qué, si ya me voy.
Encontrar la lavandina. Un balde o así nomás. Un trapo, ¿dónde habrá un trapo? No debería haber sido de esa forma. No hay tiempo. Hora. 14.20. Quizás vengan mañana, quizás pasado. El celular, hay que apagarlo; el mío también. Limpiar esto. Qué más. Sí, los guantes. La puta, el pantalón, habrá que tirarlo. Encima es re caro. Igual seguro van a preguntar si se dan cuenta. Quién me manda a mí, también. La puta, qué suerte de mierda.
Tengo que pensar qué decir. Pero quién va a dudar si siempre fui el único que la quiso. La acompañó, digo.
Qué más, qué más. Tengo que volver a ver si quedó algo. Y lavar esto porque sino también se van a dar cuenta. Y la esponja, si la tiro se van a dar cuenta. Los guantes, dónde quedaron los guantes.
Tengo que pensar qué decir. Pero quién va a dudar si siempre fui el único que la quiso. La acompañó, digo.
Qué más, qué más. Tengo que volver a ver si quedó algo. Y lavar esto porque sino también se van a dar cuenta. Y la esponja, si la tiro se van a dar cuenta. Los guantes, dónde quedaron los guantes.
El agua siguió corriendo mientras él atravesaba el pasillo, observando al pasar las tres gotitas de sangre, al lado de la puerta corrediza. Entró a la habitación. Caminó despacio, en puntas de pie. Rodeó la cama. Se tomó de las manos para evitar tocar cualquier cosa. Miró el almohadón, la silla de ruedas; registró que todo se encontrara como al principio de la visita. Quiso besarla y sintió culpa. No debió haber sido así. Ni discurso preparado. Ni café, ni encuentro en el centro después del trabajo. Ni pedirle que se apurara. Ni dejarla plantada. Ni que existiera ese hijo de re mil putas. Ni los jueces lentos. Ni que nadie se haga cargo. Pero así es, se dijo a sí mismo cuando volvía a la cocina. Y no hubo otra, cuando volvió a mirar las manchas. Hubiera sido mejor cortar por teléfono mucho antes, al presionar con el nudillo el botón de apagar, por te-lé-fo-no. Fue un segundo nada más, mientras lavaba el cuchillo. Quizás ni se enteró. Estaba muy sedada. Y lavó otro plato.
Decidió llevarse la esponja en el bolsillo después de limpiar las manchas. Buscó una nueva en el lavadero y la colocó al lado de la botella vacía de detergente. Por fin, cerró la canilla. Caminó hasta el comedor. La herida seguía abierta y más con el agua. Con cautela, evitó derramar otra gota y fue hasta la habitación, otra vez. Encontró los guantes y se los puso. No hubo otro sonido que el del click de la puerta al cerrarse.
Quiso arrancar su moto. No pudo en el primer intento. Puteó a mansalva al tapón, al cuchillo y a su corte en la mano. Probó de nuevo y esta vez arrancó. Aceleró de a poco. No quería ir muy rápido. Miró el paisaje del barrio. Acababa de morir una novia que nunca quiso, una pobre paralítica que no tenía a nadie, salvo a él, que se cansó, que decidió una siesta, mientras lavaba los platos y se desinfectaba con detergente una herida, usar un almohadón que había en el placard y apagar por un tiempo los teléfonos.
A.V 13/04/11
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