lunes, 18 de abril de 2011

Tos

Seguiré intentando escribir como mina...  

    Una noche que estuve con fiebre leí, despatarrada en la cama, con una mano sosteniendo el trapo fresco y con la otra el libro, un cuento sobre una mujer que disfrutaba escuchando latidos de corazones enfermos. Me conozco, tuve fiebre antes, por supuesto; son casi veintisiete años de padecimientos invernales -porque no te cuidás, por eso es, seguiría gritándome mi mamá si no se hubiera muerto- y nunca había sentido semejante calor al leer aquellas descripciones, escritas como si fueran la ficción más irreal de las mentiras. Y me dio rabia. Porque terminás de leer y sí, alguien pudo haber dicho a la mierda, qué buen cuento, pero yo no; yo lo detesté, lo aborrecí con el resto de entereza que me regalaba el trapito mojado.
  ¿Por qué un cuento? ¿Por qué? ¿Es acaso tan increíble que haya gente a la que le guste la enfermedad? Y no me vengan con que no hay médicos morbosos, o que no existen televidentes que se pasan horas viendo muertos en el cable. Lo mío no es morbo, señores. Lo mío es amor, verdadera pasión y romanticismo que nadie entiende. Es un sentimiento no comprendido, prohibido, censurado. Porque claro, a la gente le gustan todavía, hoy, 2011, dos-mil-on-ce, las historias de príncipes y plebeyas, de pobretonas con actores de Hollywood. Y yo, que veo a un moribundo en la calle, muerto de frío y con el rostro pelado, y se me salen el alma y los ojos, y corro hacia él, siento que una fuerza, el asco de los que miran, me empuja hacia atrás. ¿Por qué? ¿Por qué no nos dejan estar juntos?
   Y escribo esto porque necesito descargarme. Escribo porque ya no soporto que me juzguen, que me critiquen, que en la oficina hablen, ya no a espaldas mío, sino ahí nomás, al lado de la fotocopiadora, a cuatro metros de donde estoy tomando el café todas las mañanas. ¿Puede ser que no me dejen en paz? Que estoy muy flaca, mirale las ojeras dicen las pelotudas recién teñidas, ni-con-un-palo gesticulan los otros pajeros de Contaduría. 
   Cuando camino al trabajo, a veces, unas cuatro o cinco veces por semana -reconozco-, paso por la clínica. Esos días me aseguro de salir más temprano de casa, porque sé que voy a detenerme en la esquina, en la parada del 307, y aunque haga frío, me voy a sentar, voy a esperar hasta ver a por lo menos dos, con sus madres algunos, otros con sus esposas, pero casi siempre solos, caminando al lado de la enfermera que los ayuda a subir al taxi. Ahí, todos abrigaditos, con sus barbijos blancos, con gorrito cubriéndoles la cabeza calva, con el tubito de oxígeno los más lindos. Correría a besarlos, a abrazarlos pero sé que están débiles y podría lastimarlos, y eso me gusta más, podría decir que me excita porque me atraen más cuanto más cerca están de la muerte. 
   No seré hipócrita. He llorado. He derramado litros de lágrimas en velorios y entierros. He visto cajones cerrados e imaginado el estado raquítico de sus cuerpos, agotados, vencidos en la batalla. Y un dolor se me ha instalado entre el estómago y el corazón cada vez que alguno de los pacientes de la clínica ha muerto. Dura días. Algunos -me acuerdo: un chico de veinte años, cuando yo tenía diecinueve-, me produjeron una sensación parecida a la de una puntada, aguda, como sangrante, durante semanas. Ese chico, creo, fue el primero del que me enamoré bien. Lo recuerdo ahora y necesito detenerme, no puedo escribir más. Ni quiero reflejarlo aquí, en una hoja tan sucia como ésta. 
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   Espero que ustedes me entiendan, aunque si no lo hacen serán unos más de los que no tienen la compasión necesaria para comprenderme. Y no me afectará, porque una se termina acostumbrando a la frialdad de la gente.
   La verdad es que jamás me importó demasiado lo que dijeran los demás. Pero esa noche, cuando leí ese cuento, descubrí que parte de mi historia -era bastante parecida, convengamos-, estaba siendo utilizada como entretenimiento en un libro de cuentos. Como si el autor me hubiera conocido y se estuviera burlando de mí. 
   Recuerdo, entonces, haber cerrado el libro, volcado el agua en el inodoro, tirado el trapo, las pastillas y cualquier medicamento que había en casa y decidir, lisa y llanamente, dejarme morir.
   Mi mamá me lo había advertido, y sí, odio reconocerlo, tenía razón. Algún día vas a terminar con neumonía o algo de eso, vos, pendeja caprichosa. Era hora de hacer cumplir el destino. Amarme por vez primera a mí misma, en el estado que más he aprendido a adorar, el de la enfermedad, el del reloj de arena que se agota rápida e inexorablemente. 
    Hoy escribo esto, con el pulso tembloroso y crónico de mi tos, mis pulmones exhaustos y el ritmo callejero del taxi, que me lleva a casa; y la enfermera saluda detrás del vidrio, con ojos de última vez, a la salida de la clínica.


                                                                                   A.V        18/04/11

1 buenondones expresivos:

Anónimo dijo...

lallalallllala soy ka ! y esto no me deja comentar! -.-

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