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M es. No murió, o por lo menos, nadie lo ha comunicado. Sin embargo, en este relato, M fue: escritor, autodidacta, primer premio de una importante editorial en los setenta; autor publicado otras tantas veces; muy bien criticado por cada libro. M fue, además de todo aquello, un hombre de doble apellido. Y con eso se dice bastante.
No hace mucho, serán dos años, M cerró con llave la gran puerta de madera de su residencia en Bogotá, afinó sus bigotes a la italiana y subió al taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto, saludó soberbio a la azafata y le pidió champagne. Cuando la fina rubia le alcanzó la copa, la miró a los ojos, sonrió, y brindó, por Buenos Aires, por estas nubes y por usted, la dama más bella de estos cielos. No hace falta decir que la pobre joven contestó sonriendo de manual al viejo piropeador y siguió su camino.
Cuando llegó a Ezeiza sus colegas B y F, premiados los dos, miembros vitalicios de la SADE, lo esperaban sentados. A este narrador le gustaría poder describir alegremente la amistad que unía a estos tres hombres, pero por respeto a la verdad no puede hacerlo ya que jamás existió tal relación. Cuando jóvenes, la competencia pasaba por quién pagaba el café en las tertulias internacionales. Más tarde, las cartas viajaron impregnadas de hipocresías en correo express hasta que el pulso tembloroso de los tres demostraba burdamente el paso de los años. Luego las conversaciones telefónicas se limitaron a llamadas de año nuevo pues los tres eran ateos y se llamaban marxistas, mofándose de los regalos en navidad que tantos libros les habían hecho vender. Ese mediodía de otoño en Buenos Aires, M, B y F se fundieron en un abrazo que quizás fue en gran parte gagá, aunque los tres nunca hayan querido reconocerlo.
Almorzaron en Recoleta, bebieron café supuestamente colombiano que M se encargó de denigrar insultando al mozo con el gesto de la propina cero. Discutieron sobre política, renegaron del populismo, de los impuestos, y del fútbol, brindaron por Borges y Carpentier por igual, criticaron la televisión que nunca miran y la radio que jamás escuchan, los diarios que no se dejan leer, y los libros que son cada vez más pobres. La charla continuó en Barrio Norte en el living de F hasta que sus invitados se retiraron a dormir la siesta en los cuartos de invitados.
Por la tarde, M decidió recorrer las callecitas y qué se yo que se habrán cantado en tantos tangos. Caminó por San Telmo, tomó un taxi y bajó en Palermo, caminó por Santa Fe, paseó por un jardín botánico y desembocó en La Rural. Estaba viejo pero la memoria no le fallaba: ni F ni B le habían mencionado que la Feria del Libro estaba desarrollándose en la ciudad. Ya era tarde, casi de noche y la gente salía como si el lugar estuviera por cerrar. Iría al día siguiente.
Durante la cena M no pudo contenerse -tampoco lo había intentado, claramente- y lanzó sobre el mantel, sin sutileza alguna: Estimados caballeros, han olvidado ustedes comentarme sus pareceres sobre la Feria del Libro que se está llevando a cabo, flamante, por estos días -sí, así se expresan estos hombres, hasta en la mesa-, ¿no será que estaban desinformados? No lo creo. A veces la edad traiciona, amigos míos.
B y F intercambiaron miradas y ceños fruncidos. Este narrador no se anima a sumergirse en los comportamientos o en la lógica interna de los sujetos, ni podrá explicar, ni siquiera con el atenuante de la vejez, por qué estos dos hombres, orgullosos y egoístas uno más que el otro, intentaron, sin suerte, convencer al colombiano de que no valía la pena acercarse a semejante desgracia literaria edificada. Describieron con calidad los pasajes más preciosos de Buenos Aires tratando de que M cambiara de parecer, pero éste era un señor de palabra, y lo había determinado entre sorbos de sopa: se levantaría temprano, llamaría a un taxi y pasaría el día en La Rural.
Imaginó M que su prestigio conseguiría un pase libre pero no se sorprendió demasiado con la ignorancia de la vendedora de entradas. Ni con la de varios de los hombrecitos de camisa blanca y credencial que caminaban apurados por los alrededores de los salones. El gran escritor daba pasos largos y decididos, el brillo de sus zapatos se apoyaba caballerosamente sobre la alfombra de varias editoriales, permanecía estático algunos segundos, y avanzaba hacia otros stands. Libros grandes, caros, pequeños de colección, de óperas, de viaje, de fotografías, de pintura, eran cargados en elegantes bolsas por los brazos y la tarjeta de crédito platinium del hombre de bigotes largos.
Sentado frente a una mesa que le debe parecer enorme, estoy seguro, estaba un joven de jean y chomba de marca. En su mano derecha sostenía una lapicera cara. Sobre el mantel blanco se exponía lo que debía ser su libro. Parecía nervioso, hasta que otro hombre, de camisa y pantalón de vestir, le acercó una botella de agua y le dijo algo al oído, el agente, sí, el agente. M recordó entonces cómo había sido su experiencia en la primera firma de libros, cómo había esperado aquel momento y cómo había sufrido los primeros diez minutos porque, a diferencia de García Márquez, a él, en principio, no lo esperaban haciendo cola. Sin embargo, y sonrió complacido al recordarlo, su fama fue incrementándose y muchas veces abandonaba las librerías dejando lectores sin sus libros autografiados obligándolos a hacer la fila al día siguiente. Miró al novel autor y pasó a su lado con expresión de padre comprensivo. Ya vendrán.
La mañana transcurría para M entre compras, sonrisas a las cajeras y saludos sin destinatario real que sólo relatores como quien escribe no tienen compasión para omitir. Aunque cargado y bastante caminado, M no se cansaba. Así fue, por energía y vitalidad que un buen hombre de letras debe tener hasta el mismísimo día de su muerte, que el ilustre novelista comenzó su agonía.
Deslizó su dedo, no sin cierto pudor, sobre los libros en oferta. Se animó a hojear las novelas rosas que se regalaban casi, por $15 llevando dos; leyó hasta dos párrafos del erotismo traducido del mandarín a precio de 3x$35. Se burló en silencio de los compradores que por poco saltan de alegría, los imbéciles y miró el resto de las ofertas con un cuidado que por su propio bien debió haber sido muchísimo menor.
No se sabe bien en qué minuto, en qué desafortunado instante, el señor de doble apellido reconoció la tapa de dos de sus obras maestras. No estaban sobre la mesa de $10. Peor. Estaban debajo, casi en la esquina al ras del suelo. Con esfuerzo, se agachó, tomó dos ejemplaras de cada novela y tragó saliva. Se levantó, más viejo, más arrugado y dolorido. Fue eso, dolor y algunas otras cosas. Dolor con el que releyó la solapa rebosante de halagos de los principales periódicos del mundo. Ira con la que caminó hasta la caja y desaforado, gritó a los empleados que aquello debía ser un error. Vergüenza con la que escuchó que aquello no había sido equivocación alguna. Humillación -para este simple cronista innecesaria- con la que recibió el comentario del gerente de la librería, que se acercó al escuchar el alboroto, y dijo secamente: esos libros, señor, son todos los que las editoriales quieren sacarse de encima. Ultraje, cuando aquel desconocido acreditado, completó: en mi modesta opinión, y créame bastante que algo sé, no le recomiendo ninguno de esos libros sino es para hacer fuego.
Y así se fueron ambos, el gerente orgulloso de haber resuelto un conflicto con una sonrisa de manual, como aquella azafata del principio, y m, caminando despacio, vencido, agotado, y en minúsculas.
A.V 28/04/11
(Blog que usé para ponerme de novio con la más linda de la ciudad) Tipito A.V que es de La Rioja, pero que vive en La Plata y estudia Comunicación. Hasta mayo de 2013, todo lo anterior fue pre-Gráfica 3. Aclaraciones para no angustiarse.
jueves, 28 de abril de 2011
Agonía de una letra
M es. No murió, o por lo menos, nadie lo ha comunicado. Sin embargo, en este relato, M fue: escritor, autodidacta, primer premio de una importante editorial en los setenta; autor publicado otras tantas veces; muy bien criticado por cada libro. M fue, además de todo aquello, un hombre de doble apellido. Y con eso se dice bastante.
No hace mucho, serán dos años, M cerró con llave la gran puerta de madera de su residencia en Bogotá, afinó sus bigotes a la italiana y subió al taxi que lo llevaría hasta el aeropuerto, saludó soberbio a la azafata y le pidió champagne. Cuando la fina rubia le alcanzó la copa, la miró a los ojos, sonrió, y brindó, por Buenos Aires, por estas nubes y por usted, la dama más bella de estos cielos. No hace falta decir que la pobre joven contestó sonriendo de manual al viejo piropeador y siguió su camino.
Cuando llegó a Ezeiza sus colegas B y F, premiados los dos, miembros vitalicios de la SADE, lo esperaban sentados. A este narrador le gustaría poder describir alegremente la amistad que unía a estos tres hombres, pero por respeto a la verdad no puede hacerlo ya que jamás existió tal relación. Cuando jóvenes, la competencia pasaba por quién pagaba el café en las tertulias internacionales. Más tarde, las cartas viajaron impregnadas de hipocresías en correo express hasta que el pulso tembloroso de los tres demostraba burdamente el paso de los años. Luego las conversaciones telefónicas se limitaron a llamadas de año nuevo pues los tres eran ateos y se llamaban marxistas, mofándose de los regalos en navidad que tantos libros les habían hecho vender. Ese mediodía de otoño en Buenos Aires, M, B y F se fundieron en un abrazo que quizás fue en gran parte gagá, aunque los tres nunca hayan querido reconocerlo.
Almorzaron en Recoleta, bebieron café supuestamente colombiano que M se encargó de denigrar insultando al mozo con el gesto de la propina cero. Discutieron sobre política, renegaron del populismo, de los impuestos, y del fútbol, brindaron por Borges y Carpentier por igual, criticaron la televisión que nunca miran y la radio que jamás escuchan, los diarios que no se dejan leer, y los libros que son cada vez más pobres. La charla continuó en Barrio Norte en el living de F hasta que sus invitados se retiraron a dormir la siesta en los cuartos de invitados.
Por la tarde, M decidió recorrer las callecitas y qué se yo que se habrán cantado en tantos tangos. Caminó por San Telmo, tomó un taxi y bajó en Palermo, caminó por Santa Fe, paseó por un jardín botánico y desembocó en La Rural. Estaba viejo pero la memoria no le fallaba: ni F ni B le habían mencionado que la Feria del Libro estaba desarrollándose en la ciudad. Ya era tarde, casi de noche y la gente salía como si el lugar estuviera por cerrar. Iría al día siguiente.
Durante la cena M no pudo contenerse -tampoco lo había intentado, claramente- y lanzó sobre el mantel, sin sutileza alguna: Estimados caballeros, han olvidado ustedes comentarme sus pareceres sobre la Feria del Libro que se está llevando a cabo, flamante, por estos días -sí, así se expresan estos hombres, hasta en la mesa-, ¿no será que estaban desinformados? No lo creo. A veces la edad traiciona, amigos míos.
B y F intercambiaron miradas y ceños fruncidos. Este narrador no se anima a sumergirse en los comportamientos o en la lógica interna de los sujetos, ni podrá explicar, ni siquiera con el atenuante de la vejez, por qué estos dos hombres, orgullosos y egoístas uno más que el otro, intentaron, sin suerte, convencer al colombiano de que no valía la pena acercarse a semejante desgracia literaria edificada. Describieron con calidad los pasajes más preciosos de Buenos Aires tratando de que M cambiara de parecer, pero éste era un señor de palabra, y lo había determinado entre sorbos de sopa: se levantaría temprano, llamaría a un taxi y pasaría el día en La Rural.
Imaginó M que su prestigio conseguiría un pase libre pero no se sorprendió demasiado con la ignorancia de la vendedora de entradas. Ni con la de varios de los hombrecitos de camisa blanca y credencial que caminaban apurados por los alrededores de los salones. El gran escritor daba pasos largos y decididos, el brillo de sus zapatos se apoyaba caballerosamente sobre la alfombra de varias editoriales, permanecía estático algunos segundos, y avanzaba hacia otros stands. Libros grandes, caros, pequeños de colección, de óperas, de viaje, de fotografías, de pintura, eran cargados en elegantes bolsas por los brazos y la tarjeta de crédito platinium del hombre de bigotes largos.
Sentado frente a una mesa que le debe parecer enorme, estoy seguro, estaba un joven de jean y chomba de marca. En su mano derecha sostenía una lapicera cara. Sobre el mantel blanco se exponía lo que debía ser su libro. Parecía nervioso, hasta que otro hombre, de camisa y pantalón de vestir, le acercó una botella de agua y le dijo algo al oído, el agente, sí, el agente. M recordó entonces cómo había sido su experiencia en la primera firma de libros, cómo había esperado aquel momento y cómo había sufrido los primeros diez minutos porque, a diferencia de García Márquez, a él, en principio, no lo esperaban haciendo cola. Sin embargo, y sonrió complacido al recordarlo, su fama fue incrementándose y muchas veces abandonaba las librerías dejando lectores sin sus libros autografiados obligándolos a hacer la fila al día siguiente. Miró al novel autor y pasó a su lado con expresión de padre comprensivo. Ya vendrán.
La mañana transcurría para M entre compras, sonrisas a las cajeras y saludos sin destinatario real que sólo relatores como quien escribe no tienen compasión para omitir. Aunque cargado y bastante caminado, M no se cansaba. Así fue, por energía y vitalidad que un buen hombre de letras debe tener hasta el mismísimo día de su muerte, que el ilustre novelista comenzó su agonía.
Deslizó su dedo, no sin cierto pudor, sobre los libros en oferta. Se animó a hojear las novelas rosas que se regalaban casi, por $15 llevando dos; leyó hasta dos párrafos del erotismo traducido del mandarín a precio de 3x$35. Se burló en silencio de los compradores que por poco saltan de alegría, los imbéciles y miró el resto de las ofertas con un cuidado que por su propio bien debió haber sido muchísimo menor.
No se sabe bien en qué minuto, en qué desafortunado instante, el señor de doble apellido reconoció la tapa de dos de sus obras maestras. No estaban sobre la mesa de $10. Peor. Estaban debajo, casi en la esquina al ras del suelo. Con esfuerzo, se agachó, tomó dos ejemplaras de cada novela y tragó saliva. Se levantó, más viejo, más arrugado y dolorido. Fue eso, dolor y algunas otras cosas. Dolor con el que releyó la solapa rebosante de halagos de los principales periódicos del mundo. Ira con la que caminó hasta la caja y desaforado, gritó a los empleados que aquello debía ser un error. Vergüenza con la que escuchó que aquello no había sido equivocación alguna. Humillación -para este simple cronista innecesaria- con la que recibió el comentario del gerente de la librería, que se acercó al escuchar el alboroto, y dijo secamente: esos libros, señor, son todos los que las editoriales quieren sacarse de encima. Ultraje, cuando aquel desconocido acreditado, completó: en mi modesta opinión, y créame bastante que algo sé, no le recomiendo ninguno de esos libros sino es para hacer fuego.
Y así se fueron ambos, el gerente orgulloso de haber resuelto un conflicto con una sonrisa de manual, como aquella azafata del principio, y m, caminando despacio, vencido, agotado, y en minúsculas.
A.V 28/04/11
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J.A.S: "¿Ya sabés quién va a ser su novia?"
J.A.S: "¿Ya sabés quién va a ser su novia?"
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