viernes, 13 de mayo de 2011

Recuerdo catamarqueño

  El patio de la casa de Catamarca estuvo detrás de una abuela en la cocina, que hacía sopa o pollo al horno (con pimentón, azafrán o algo así que jamás volví a probar).
  En aquel espacio, calculo que de media cuadra de largo, vivió por unos meses un dálmata cachorro e inquieto, que durmió con dos gatos en la misma caja y se olvidó al crecer de ellos para darle paso al natural odio a lo felino. Por ahí corrió, hasta el fondo, donde crecía ese fruto pequeño, amarillo, del que la abuela también hacía dulce casero. 
   Allí,  desde esas semillas que iban en la comida de los gatos, pues el patio fue también comedor gatuno, creció y se extendió bastante una planta de zapallos coreanos.
   Hallé caracoles y latas viejas, pero nunca encontré, y hasta busqué en una pila inmensa de ladrillos, los restos de las mascotas de mi viejo. En mi niñez, y ahora lo recuerdo -fue casi siempre un secreto-, la siesta se dividió entre los libros de la primera pieza y el deseo arqueológico de descubrir alguna pizca de la niñez de otro.
   Cada fin de semana escalaba aquella "torre" de ladrillos desde donde podía ver los patios ajenos. Conté antenas parabólicas en el edificio del fondo; fui capitán y teniente, luego general; calculé la vastedad del territorio. Y hasta creo haber extraído y vuelto a colocar algunos ladrillos para encontrar botellas o papeles, cosas que yo hubiera dejado, si en mi casa hubieran habido tantos de esos.
   También en el patio estaba la pieza del lavarropas, y sé, estoy seguro de que había otras cosas, pero ser un niño obediente, karma digno de psicoanálisis, me impidió investigar. 
   Había chapas en un rincón, había espacio, había árboles. Había tapias mínimas y nadie que robara nada. No fue hace tanto. 
   Estaba olvidado. Los grandes ni pisaban el patio. Solamente mi abuela abría la puerta, y caminaba a dejar los restos de comida, que eran muchos (¡cómo cocinaba esa mujer!), para los gatos invitados. Para los demás, el tiempo se repartía entre la cocina, el otro patio o la mecedora en la oración. Será que ese fue nuestro espacio más compartido, entre ella y yo, como potes de yogurt en la heladera, como el huevo duro al llegar, o la sopa cuando más chico.
   Pero hoy no hay más abuela, ni pollo asado. Hubo Newton, en el patio de mi casa, pero ya tampoco está. No sé si quedarán gatos, caracoles, o siquiera existirá la torre de ladrillos. No sé si se habrán ido los vecinos. Hoy ese patio está detrás de una mesa inmunda, descreída y rencorosa. Es sólo un papel en un folio, que espera unos sellos y unas firmas. El patio viaja en cajas y quizás se pierda. Y pensar que se veía tan grande desde arriba.


                                                          A.V           13/05/11

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