martes, 11 de mayo de 2010

Ritual

Ya había pensado el epitafio. También había dibujado la lápida en su cuaderno de la primaria, viejo y amarronado pero con algunas hojas sin escribir. Nunca quiso morir y ser abandonada en un nicho sin visitantes, ni que sólo supieran de ella gracias a una miserable plaquita de bronce. Tampoco quería que la decoraran con flores de plástico en una botella cortada de gaseosa.
Había planificado tanto que hasta había diseñado su mortaja, larga y blanca, brillantemente limpia y suave, casi lisa en toda su extensión salvo a la altura del pecho, donde había incluido pequeños pétalos de seda azul que formaban una cruz.

Cuando cumplió setenta y cinco, festejó a lo grande e invitó a sus amigos. Colocó trece velas rojas en círculo y una cruz invertida de cenizas en el centro. De su biblioteca extrajo un libro de lomo verde oscuro y hojas secas, con manchas de incendios y tragedias. Habló lentamente, pronunciando sílaba a sílaba con cuidado; susurró los nombres y gritó que vinieran. A medida de que su lectura avanzaba, sus ojos se contraían de dolor, como sus pulmones, su estómago y su alma. Con cada palabra, sus dedos se acalambraban y sus uñas parecían pelear por hacerse carne en sus huesos. Gritó, gritó muy fuerte. Sus labios temblaban y el sudor bajaba por su cuello y por las curvas deshechas por el tiempo, haciéndose sangre al llegar a su ombligo para caer, convertido en polvo de muerte.
Comenzó a temblar descontrolada y su piel buscó estirarse en su rostro. Sus ojos encendidos y su voz fogosa danzaron sobre la cruz. Las luces de los veladores sobre el mecedor parpadeaban, amenazando con traer de vuelta la noche helada al salón.
La llama de las velas se excitaba al ritmo de ella y ardía sobre las cenizas.
De repente, la oscuridad invadió el espacio y el segundero del reloj se detuvo. La noche afuera se detuvo. Ahí estaban.
Los hombres, todos calvos y de traje negro sonreían sin dientes, con la piel iluminada por un haz de luna. De la mano de uno colgaban los pequeñas dedos de una niña rubia, de ojos verdes y rostro más verde aún.
Las mejillas de la nena tenían surcos profundos y podía intuirse un movimiento dentro de ellas.
A su lado, lloraba una mujer de blanco. Su boca abierta callaba un grito y sus lágrimas caían de sus párpados profundos, sin ojos.
La anfitriona se les acercó y rozó con su aliento. Les prometió urgencia y rogó que la esperaran un poco más. Un poco más. Se detuvo ante la pequeña y la besó. Sintió entonces un movimiento en su lengua, y luego en su garganta. Las velas se encendieron, iluminando entre sombras la sala y los invitados desaparecieron.
La vieja tosió y abrió con urgencia el cajón de su cómoda. Sacó con cuidado un paquete. Levantó la tapa y quitó el fino papel de arroz que cubría su futuro. Se desvistió despacio y disfrutó de la suavidad del vestido.
Caminó hacia el baño y se perfumó con aceite de lirio. Recorrió su casa y de la mesa levantó su antiguo cuaderno. Se sentó sobre la cruz y se acercó a las velas. El fuego ardió por sus brazos y piernas, por su boca muda y ojos muertos. Dentro de su garganta, paseó el gusano, con exactitud, como lo había escrito, en la última hoja virgen.

                                                                          A.V 27/04/10

Nota: producción en clase de Textos. Consigna: Transmitir miedo. (Corregido)

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