domingo, 30 de mayo de 2010

Romilda, la jueza

Abre los ojos sin necesidad de escuchar la alarma de ninguno de sus relojes. Cuenta unos segundos en silencio y hasta sus oídos llega el sonido profundo de la puntualidad de las cinco de la mañana. La claridad del día no se despierta con ella.
Camina lentamente blandeando su camisón de seda blanco hasta el tocador. Enciende una a una las tenues luces de noche. Se sienta ante ella misma y observa rigurosamente su tez blanca, analiza el color de sus ojos con el reflejo de la lámpara y es en ese momento, justo en ese preciso instante, en el que desde bien adentro suyo brota un odio al destello de los flashes, un aborrecimiento a las guardias periodísticas. Toma su perfume con una mano y al rociar su cuello, la fragancia la tranquiliza.  Acaricia con un cepillo su cabellera rubia recién teñida y repasa mentalmente los argumentos, la jurisprudencia y las pruebas de sus casos. Imagina una valija abierta con muchos billetes y sonríe cómplice.
Elige un traje gris. Se viste con cuidado. Y con eficacia se alista para comenzar el día. El chofer ya la espera afuera.
Cuando baja del auto, presta atención al exterior: desierto de periodistas, puede caminar serena. Paso tras paso saluda con parquedad a quien la ve pasar. Parece gruñir cuando sus secretarios le dicen buen día. Ellos colocan sobre el escritorio de su despacho los informes cotidianos. Al lado de los papeles, humea el café doble y una barra de cereal. Los asistentes la dejan sola y cierran la puerta.
-Buen día mis amores -saluda contenta a las novecientas lechuzas que la miran condescendientes-. Ustedes, ustedes son las únicas con derecho a observarme ¡Las únicas! 

                                                                                                   A.V  17/05/10




Nota: Trabajo para textos. Descripción de un personaje real. Jueza Servini de Cubría

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