Muda pero terriblemente molesta. Pesada. Ardiente. Su lágrima cayó y se sintió derrotada. No la contuvo ni con la fuerza de sus dientes apretados, ni con la de sus uñas contra su piel. Cuando la gota cayó fue absorbida por su remera verde, pero ella igual notó que la mancha se arqueaba de a poco.
Podía percibir las hojas de un otoño sin barrer, el humo irrespetuoso y penetrante de los cigarrillos de los desesperados. Los restos de una efervescencia vitivinícola de una noche de zambas habían manchado la vereda y a nadie le importaba.
Ella se sentía sola. No quería estar sola, ni abandonada, ni perdida, ni llorando. Y los autos pasaban sin mirarla; y las motos esperaban en el semáforo jugando a acelerar; y los ciclistas cruzaban en rojo, en amarillo y a veces se le animaban al verde. Los odiaba, a todos, a cada uno. Pero aún así, en medio de esa parva de sujetos ciegos, estaba sola. Y no tanto. No. No estaba sola y eso era lo que más rabia le daba.
Cuando la gota, irreverentemente irrespetuosa, manchó su vientre, se perdió en el horizonte que no era tal.
Los caños negros que sostenían la estructura de la espera estaban fríos. Era la parada del 214. El estruendo de una ciudad que corre, transpirando para perder peso, la incomoda… si todo fuera tan fácil. Miró hacia el cielo, gris amenazante y golpeador, violento, y éste le respondió la mirada enfocándola con una suerte de ojos verdes rabiosos que por poco hablaban. Sintió que sus dedos se tensaban del frío; secos sus labios y su angustia desbordándosele del cuerpo.
La tarde se tornaba sepia, roja pálida. El sol no tenía fuerzas ni para ocultarse, cobarde, imbécil. Apenas si podía ser escondido, encubierto casi en su pánico maricón, por la catedral en punta, magnífica, tan distante de la realidad del colectivo, del vino derramado y de la lágrima.
Y con furia la ciudad avanzaba, pero el micro no llegaba. El haz de luz llegó como una caricia que no se quiere recibir. Había logrado colarse entre las torres e intentó iluminar su rostro. Ella sostuvo ese metal helado que hacía de asiento y se corrió, esquivando al sol moribundo que intentaba pedir perdón, como tantas veces, otra vez.
El colectivo llegó cargado de gritos, guardapolvos y tareas, cuadernos, notas, cartulinas, plasticolas y mochilas con olor a merienda. La mezcolanza le repugnaba y abrió la ventana. Las cejas fruncidas de madres y pintorcitos rellenos le recordaron que empezaba el invierno. No le importó.
Cuando llegó a casa se sentó y comió la última cucharada del pote de dulce de leche que había escondido al fondo de la heladera, atrás de la lechuga vieja, los tomates podridos, y el queso vencido. Por lo menos le daban color a la heladera. Saboreó el fresco de la felicidad, que se hizo calor entre sus dientes, jugó con su lengua y sonrió.
La puerta se abrió. Y se golpeó. Ella tragó con apuro y dolor. Y no pudo más. El cielo lloró a gritos.
A.V 17/03/10
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