domingo, 21 de marzo de 2010

Reflexiones de Domingo con lluvia

Honestamente, no lo entiendo. Y eso que yo sé lo que es no ser correspondido. Pero, en mi caso, hubo secretos y amistades de por medio; ellas llegaron a verme con ojos de cariño y a veces, hasta su tacto fue dócil y contenedor. En otro plano -y este es el comparable después de todo- con mis amigos varones también hubo esa confianza, esa fraternidad de charlas nocturnas de cocacola en sus comienzos y ahora de Quilmes o parecida. Cada tanto había un abrazo, después de algún partido de fútbol, o en un cumpleaños, sin mencionar que de por sí los argentinos somos toqueteros y besuqueros.

Hoy y cada fin de semana, el tiempo se cansa de esperar. Me da la impresión de que hay algo sobrenatural en la cuestión. ¿Por qué siempre los domingos o los sábados? En Nueva York, La Plata o Buenos Aires (jamás llueve en La Rioja). Uno se va a dormir con el olor a azufre de la lluvia por caer. Y se despierta con el ruido del trueno que ya, excitado a más no poder, ha impactado contra una terraza cercana. Se parece, entonces, a una rutina casi sexual: de olores afrodisíacos, hormiguitas en fila, ruidos, gemidos, idas y vueltas, truenos cada vez más cerca y más cerca, hasta que el rayo –o varios- se descarga estruendoso y luego…la conversación en la cama, las primeras lágrimas que apenas mojan y por último las confesiones guardadas, los rencores, las peleas –y se escucha un trueno distinto- los abrazos, y más lágrimas de las que mojan mucho. Gotas pesadas, lastimosas. La lluvia cae sin vergüenza ni culpa, como en catarsis.

Y él, se acerca donde yo estoy. No habla, no. Pero se hace notar. Me mira buscando algún dejo de humanidad fugado que vio alguna vez, o escuchó cuando hablaba por teléfono. Si estoy en la cocina, entra. Si estoy en mi pieza, pisa fuerte, gira la cabeza y me observa. No habla, no. Pero se hace notar.

Cuando su desesperación se acrecienta, la intensidad de su presencia aumenta. No habla, no. Ladra. Irritado mueve la cabeza señalando la puerta, corre con la cadera que parece que fuera a quedar en el otro extremo del patio cuando avanza. Va y vuelve, y ladra de nuevo dejando salir un sonido seco, lastimoso, cual tos en niño con nuemonía. Él tiene, empíricamente comprobada, la famosa “tos de perro”. Sin embargo, él no está enfermo, o no está tan enfermo, simplemente está viejo.

En un linyera burgués, acostumbrado, que come carne y pollo asado todos los días, que nos tiene a Carlos (el dueño) y a mí cocinándole a él, bicho insignificante. Ama la calle, se desvive por salir, pero al rato quiere volver a tomar agua…como si hiciera tanto, perro imbécil. Más tarde, cuando incorporó líquido a su penoso sistema orgánico, ladra de vuelta y parece que necesitara que hasta los bomberos lo escuchen, llora como huérfano a los dos meses, una vergüenza peluda, con problemas de incontinencia: ¡viejo y maricón!

Muchas veces viene a buscarme, sin aprender que yo lo puedo dejar salir cuando yo, raza humana a-veces-pensante, quiero o debo salir. Deja pelos por todos lados, y cuando la llave gira en la cerradura, pasa su cuerpo asquerosamente lanudo por mi jean dejándolo olorosamente nostálgico de limpieza. Más me disgusta ahora cuando está todo mojado, desprendiendo esa fragancia repugnante, la más alejada al shampoo. Puedo decir orgulloso que nunca jamás lo he tocado o acariciado, porque si ya se ha tomado del codo, no quiero ni pensar qué sería si le demostrara cariño.

No obstante –estas dos palabras siempre esconden la hipocresía de los escritores-, su llanto al atardecer, en el momento cúspide del enfermizo pedido de libertad, me acongoja el alma y el corazón, me da de lleno directamente sobre mi estómago merendado y me duele su encierro.

Y Dios no quiera que muera…mientras esté yo acá. Igualmente, aviso desde ya, que estaré ausente esta semana, así que si está escuchando alguna suerte de San la Muerte canino, es hora, digo yo, en mi humilde opinión y objetivamente hablando, que se le ayude y evite este padecimiento al pobre Tincho. Que sea rápida, que algún auto que venga desprevenido por calle 17, entre 56 y 57; que en ese preciso instante la cadera le falle de nuevo, y la liberación se produzca al fin, obligándole con cariño a que abandone el desconsuelo de llorar para salir a callejear.


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