martes, 23 de marzo de 2010

Tiempo

El calor de sus manos empaña el vidrio de la mesa. Ésa que compré porque siempre quise una: larga para juntarme con amigos y hacer lo que más me gusta, comer y charlar, noches enteras o mediodías soleados, o como es costumbre acá en La Plata, fines de semana nublados y lluviosos.

Está nervioso, incómodo.

-¿Querés que te haga un té, un mate cocido, algo caliente?-le pregunta el otro-Estás pálido.

-No, no, creo que tengo fiebre nomás. –contesta mientras se seca el sudor de la frente- Ya se me va a pasar. Deben ser los nervios, me duele la panza.

-Bueno, vos decime si querés algo… Seguro, seguro, es muy rara esta situación. Vos, tranquilo, ya vamos a tener tiempo de hablar.

-Sí, es fiebre, sí. Mirá, estoy transpirando todo –dice moviendo la cabeza, para un lado y para el otro, perturbado, frustrado. Lo mira a los ojos.-No entiendo nada, ¿qué es esto?

-Mi casa.-

-Pero si estás muerto.-

-Sí. ¿Y?

- Y qué estás muerto. Me lo dijo esa chiquita.

-María. La otra es Sofía. Son mis hijas. Tus hijas.

-No, no, no. No quiero hijas. ¿Por qué me llamaste? ¿Quién sos?

El más viejo, el dueño de la casa, el padre, le muestra al joven de diecinueve años la solicitada en La Nación. Una columna a lo largo bajo el título: Se nos fue un amigo. Mi foto en blanco y negro, con la guerra de Colombia de fondo. Habrán sido 30 líneas en la columna, algo bastante importante para las pocas páginas del diario impreso, un lujo para la época.

-¿Qué esto? ¿Qué hago ahí?

-Te dije ya. Estamos muertos.

-Yo no estoy muerto –y su voz comienza a exasperarse, el volumen sube de a poco hasta que grita- ¿¡Pero qué me estás diciendo!?

-No grites que las chicas están durmiendo. María rindió ayer en la facultad, está muy cansada.

-Pero…¿cuántos años tiene?

-Cuando te abrió la puerta tenía diez, Sofía tenía doce. Ahora tienen diecinueve, como vos, María, y Sofía tiene veinte. Cumple pasado mañana.

-Dios mío. ¿Qué día es hoy?

-23 de marzo. Ayer morimos. María te abrió la puerta porque era la única que estaba despierta. No pudo dormir todavía. Por eso te dejó pasar. ¡Qué cagada! ¿no? Por Sofía digo, morirnos justo antes de su cumpleaños. No nos perdona eso. Pasa el tiempo pero sigue mirándonos con rencor. Hay noches que la escucho llorar. No habla con nadie, escribe. Escribe bien. Cada tanto lee y relee mi novela…nuestra. Es malísima, yo no sé cómo no siente vergüenza de mí…de vos. Deberías mejorar, vos que tenés tiempo.

Silencio. Afuera hay neblina, típica de otoño platense. El pasto está verde. La casa es grande, amplia, luminosa, como siempre quise. Sobre un mueble, en esa misma sala, hay una foto. El más joven se levanta y va a mirarla. Es en París, en una calle de Montmartre. Salimos nosotros y las chicas; vos siempre sonriente, hasta en ese mismo día que supimos que tenía que cubrir la guerra. Ni siquiera me pediste que no vaya, sabías que era mi sueño. No quisiste discutir, y fingiste alegría. Yo me lo creí, tengo que admitir, pero si algo en todo esto es “útil” –tan bueno y tan malo al mismo tiempo-es que puedo leer tus cartas, tus poemas, tu alma y conocerte todavía más aún sin estar. Fingiste y me lo creí.

-Esta nena me abrió la puerta- y señaló a la más pequeña, sonriente como la madre, con campera naranja flúor-. Mi papá siempre me compraba camperas llamativas, de chico no me gustaban, pero de grande aprendí.

-Sí- y el más viejo sonrió-seguimos con la tradición. Pero a María le gustaba mucho la campera. La usó hasta que le quedó corta. Se robó la tuya también, el mismo día en que moriste. Cuando te abrió la puerta subió a abrazarla de nuevo. Se lo habrás recordado sin querer. Esa es parecida –y se acercó hasta el mueble también, luego tocó la campera reversible que tenía yo cuando era joven-, podrías cambiar de modelo ¿no te parece?

-No. A mí me gusta ésta –dijo molesto, pero luego algo le llamó la atención-. Y esta mujer…es…-preguntó con la mirada-.

-Sí, exactamente. Nos encontramos en Buenos Aires, de casualidad. Era su cumpleaños. Hacía frío y le invité un helado, para festejar viejos tiempos y el re-encuentro. Yo nunca me olvidé la fecha. Te podría decir que salí a buscarla ese día. Sabía que estaba en Capital por el facebook, siempre un aliado –rió con voz seca, de fumador perdido- y nos casamos dos años después. Tuvimos nuestros problemas, pero cuando llegaron las chicas se solucionó todo. Fue mágico. Y pensar que seguro vos no querés hijas mujeres.

-No, no quiero. Me da cagaso, mucho miedo.

-Fue lo mejor que me pasó. Lástima que duró poco. Los abrazos se extrañan. Te das cuenta de que en la vida, son tus hijas las mujeres que te van a querer todos los días de su vida, todos. Aunque se enojen, aunque lloren. Aunque escriban, como hace hoy Sofía, que nos odian por haberlas abandonado, después lo tiran, lo borran, lo editan. Nunca, ni un día solo, te fallan o te olvidan. El miedo se va muy de a poco, resignado, cuando ves el primer beso, cuando fuman, y cuando le dicen a otro te amo, cuando apagan la luz. Pero jamás te olvidan y eso es lo que te mantiene…

-¿Vivo?-el más chico rió con rabia, tratando de no llorar de impotencia-.

-No, vivo no. Pero te mantiene tranquilo-respondió calmado el viejo.

-¿Qué hago? ¿Dejo de estudiar? ¿Me dedico a otra cosa?-la ira caminaba con él por el comedor, la mirada recorría los espacios visibles alcanzando un poco de la cocina y el living- ¿Cómo mierda hice esta casa? ¿Por qué fui a esa guerra? ¡Yo no quiero ir a guerras! Pero ¿qué? ¡me puse pelotudo! ¿Quién me mandó a meterme ahí?

-El diario. Y vos aceptaste. Aceptamos. A esta casa la hicimos trabajando. Sabíamos lo que podía pasar. Después te vas a dar cuenta de que es la única forma de ser feliz. Siempre fuimos felices Álvaro. Siempre. Tuvimos suerte. Nos casamos con el amor de nuestra vida, tuvimos las hijas más hermosas. Pero morimos, sí. Y bueno, todo no se puede.

-No, no, no. Yo no pienso cubrir guerras, ni nada, me faltan años para recibirme, ¿qué me estás diciendo? Tengo toda una vida por delante, me alegro por tu mujer, tus hijas, pero no es mi vida, no-mira la foto otra vez, y se va hacia la puerta que da al patio, se da vuelta y mira al otro (mismo) hombre-¿Cómo envejeciste tanto si estás muerto? Estás hecho mierda.

-Tendrías que empezar a abrir un poco la cabeza. En unos años vas a ver que después van a pasarte cosas que te van a cambiar bastante. No importa que nos hayamos muerto a los treinta y cinco. Uno sigue creciendo, viviendo de alguna forma u otra; para qué crees que escribimos tanto. Se envejece y no es malo. Vos seguí por donde vas. No cambies el plan, las estructuras que tanto te gustan. Las cosas van a pasar solas, quieras o no. Yo fui feliz, esperá que te va a llegar. Tranquilo.

-¿¿¡¡¡TRANQUILO!!!??- yo, con diecinueve años, hice dos pasos, mientras gritaba las tres sílabas, y tiré el vidrio de la mesa, con toda la ira contenida del futuro arrugado que no tendré. Rompí en pedazos, a fuerza de trompadas y patadas la mesa que compré, que siempre quise.

-Papá, papá, despertate-

-¿Qué pasa Sofía?

-Llamaron del diario. Algo le pasó a mamá. Papi, levantate, abrazame.-dijo llorando la hija que no sé si tendré, cuando llamó tu jefe, diciendo que una bala perdida te alcanzó en Colombia.

El celular vibró y leí el mensaje; tuyo, en el colectivo, cuando me volvía a La Rioja, después de terminar el curso de ingreso.

Tengo miedo. –decía.

A.V 23/03/10

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