viernes, 4 de junio de 2010

La invisible

Entró silenciosa tras ella, como su sombra. Quizás hasta más atrás que su sombra Cerró la puerta, tímida. Zigzagueó entre los bancos, quiso sentarse y no sacar la vista del frente, o mirar a la nada, levantarse y volver a casa, a la carta, a la tinta, a la mano. Pero invadió su estómago, lo golpeó; luego con el aire, se probó en un suspiro; con la garganta ensayó una tos.
No es fácil.


Yo me quedé mirándola, a ella, sólo a una. La invisible seguía flotando en el suspiro. Pensé en ayudarla, tomarle la mano, o decirle que estaba todo bien. Pero seguí esperando. 
Con el sol se abrillantó su mirada. Se hizo lágrima primero. Después volvió siendo una disculpa entrecortada. Recorrió sus recuerdos, la plaza, las luces tenues y el auto. Le recordó el calor de las manos entrelazadas y el sabor del último beso. Se hizo fuerte, de a poco. 
Moldeó las letras en su boca, respiró el aire suficiente, ni para más ni para menos. Desvió la mirada y la obligo a decir.


No te quiero... La condenó. más. Faltó aire. Respiró. Quise quedarme sordo de repente, o que el mundo se ponga en mute. No, no te quiero más. Me voy.


Cuando la despedida se fue, salió primero. Orgullosa y devastadora. Atrás quedé yo, casi solo, como en un principio, con su sombra.

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